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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Gobierno calla

LA OFENSIVA terrorista, el silencio del Gobierno, la inhibición de la clase política y la algarabía de la ultraderecha se han confabulado estos días para sembrar el desánimo y la confusión. En efecto, la situación creada por los recientes asesinatos cometidos por ETA y, GRAPO y el criminal atentado de la cafetería California ya serían suficientes para preocupar al más impertérrito de los ciudadanos. Por si fuera poco, desde las tribunas del Congreso se pide la intervención del Ejército en Euskadi, y desde las alcaldías del País Vasco. partidos que se autodefinen como moderados se muestran incapaces de votar una moción de condena del asesinato de altos jefes militares. Mientras tanto, la extrema derecha se ha echado a la calle en un intento provocador de capitalizar la sangre ajena para su peculio político, en una muestra impresionante de falta de respeto y de civismo.El principal partido de la oposición se encuentra sumido en una profunda crisis de identidad, sin cabeza ni orientación política. Y el Gobierno calla. Todo un panorama.

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El Gobierno calla

(Viene de primera página)

Estas circunstancias son siempre buenas para los rumores y las especulaciones. Se hacen chistes irresponsables sobre la eventualidad de un golpe de Estado; se vigila el más mínimo guiño del durmiente león castrense; se habla de guerra entre españoles y del retorno al pasado. En definitiva, se cede al miedo, a la provocación, al desaliento. Los enemigos del régimen aprovechan para clamar no contra el Gobierno, sino contra las instituciones. Ya se quiere reimplantar la pena de muerte, declarar el estado de excepción, o hasta el de guerra, sustituir al primer ministro por un militar, implantar la censura de prensa, suspender en definitiva la Constitución antes de que hayamos tenido oportunidad de aplicarla. Los periódicos de la ultraderecha se dedican, como siempre, a agitar las pasiones y se ven de improviso coreados por los portavoces de la «conservación civilizada». «¿Están los españoles preparados para la democracia?», se preguntan. «Antes no pasaban estas cosas.» Se buscan los maniqueos entre la clase política e intelectual para darles lanzadas. Y se agitan viejos fantasmas conocidos de todos. Es el clima preciso para cualquier aventura golpista. El Gobierno calla.

No merece la pena recordar el precio a que la dictadura mantuvo la seguridad callejera. ¿Tan pronto se han olvidado los fusilamientos, el maquis, el exilio exterior e interior, la represión indiscriminada, el racionamiento, el miedo? No es esa la cuestión. La democracia no es como una máquina que se pueda medir por la eficacia de su funcionamiento. Implica el reconocimiento de que existen unos valores sociales superiores, un conjunto de normas éticas y políticas que es preciso defender y respetar. La disputa «goethiana» entre la justicia y el orden seguirá provocando ríos de tinta mientras el mundo exista. Pero la tentación de combatir al terrorismo con el terrorismo de Estado es la más grave de las trampas en las que puede caer la opinión pública. No se puede cambiar una violencia por otra, un miedo por otro, una inseguridad por otra. La cuestión reside más bien en la eficacia del aparato político y burocrático del Estado para hacer frente a estas situaciones. Es el Estado lo que no funciona. La Monarquía parlamentaria lo heredó de la dictadura corrupto y vacío. Los políticos de la democracia no han sido por ahora capaces de reconstruirlo. Todo ello significa que sólo hay una respuesta posible a una situación como la que padecemos: la respuesta política.

El problema de Suárez es al menos de fácil enunciación. Tiene un Estado amenazado sin alternativas de recambio. Su propio partido ha sido incapaz, por la ambición del medro personal de no pocos de sus dirigentes, de instrumentar una opción interna que promueva una esperanza diferente a la del propio jefe de Gobierno. Esto no es un equipo político, sino un grupo de amigos voluntariosos y con una cierta mala conciencia del pasado entre los jefes, que se han adueñado del poder y no parecen saber usarlo salvo en su propia autosatisfacción. Pero esta crítica, por dura que sea, no debe paralizar la actuación del presidente del Gobierno, sino incitarle a buscar los apoyos que de natural le faltan. Su política de gradualismo, tan útil para hacer la transición, ha resultado un rotundo fiasco en el tratamiento de la cuestión vasca. Entre otras cosas, porque no se puede abordar un asunto así desde Madrid y, naturalmente, existe un riesgo en ir al Norte y estudiar la cuestión sobre el terreno. ¿Quién ha dicho, sin embargo, que no haya que afrontar semejantes riesgos? Estos políticos de ahora parece que se fabrican en misteriosas probetas, como los de antes. La cuestión es que antes el método valía y ahora no. Entonces resulta que estalla una bomba en el centro de Madrid y el alcalde no se atreve a visitar el lugar de los hechos; y hay un polvorín histórico envuelto en llamas en el norte de España y el jefe de Gobierno hace sólo un recorrido, de incógnito y vergonzante, en la campaña electoral. ¿Qué esperanza se puede dar así a la población vasca que no está de acuerdo ni con ETA ni con los grupos abertzales ni con el PNV? ¿Qué capacidad de ilusión se reserva para esos españoles?

La confianza es esencial para poder gobernar, y la calle hoy desconfía de la clase política y del Gobierno. La democracia puede y debe salir victoriosa de esta prueba. El régimen de libertades puede mantenerse largo tiempo. Y las amenazas vocingleras que se tratan de crear no cuentan, que se sepa, con ninguna realidad que las avale.

A lo peor, está en marcha una nueva operación Galaxia. Pero es que si triunfara -cosa que dudamos-, ¿ofrecería ninguna solución válida de veras?

No es tanto la amenaza a una democracia aún por construir como el impedimento de que perdure un régimen político estable lo que debe preocuparnos. Sin una normalización en este terreno, con frecuentes crisis gubernamentales o con gobiernos inoperantes y arrinconados, sin una respuesta eficaz al terrorismo y en una situación internacional cada día más compleja, ¿qué planes de relanzamiento económico, qué horizonte de país convivencial y humano puede ofrecerse? Hoy se le puede preguntar a UCD: ¿Dónde está ese modelo de sociedad patéticamente vendido desde las pantallas de televisión por el presidente? ¿Cuál es, cómo se hace y quién y por dónde lo empieza?

La paradoja, la trampa y la necesidad se han combinado, sin embargo, para que a las críticas deba sumarse el apoyo. ¿Qué otra solución -descartada la no solución absoluta que sería un golpe- ven a corto plazo los arúspices de este país? ¿Seremos tan ingenuos de pensar ahora en el gobierno de concentración? ¿Va a sacarnos un militar del agujero? ¿Tendremos que esperar a ver qué sale del congreso del PSOE? ¿Y si no sale nada útil o prometedor? ¿O vamos los españoles a depositar nuestra confianza en los desgastados leones del franquismo, que apuran inútilmente sus últimas cartas de infundados prestigios ofreciéndose como salvadores de una situación de la que son ellos en gran parte responsables? Resulta que estos señores nos hablan de hacer la guerra con todas sus consecuencias. Estamos esperando al estadista que venga, en cambio, a firmar la paz.

Repetidas veces hemos puesto de relieve las incapacidades del actual Gobierno de UCD, y en no pocas ocasiones hemos criticado sus métodos arbitrarios, absurdos y devastadores del entramado político, adoptados con el único fin de mantenerse en el poder. Hoy es preciso insistir en ello, pero también hay que añadir que las circunstancias y estos mismos métodos le están colocando al presidente en un callejón sin salida. Precisamente por eso no seremos nosotros quienes se la nieguen, ni quienes le abandonemos en su soledad, porque resulta que en estos momentos es la soledad de todos. Es verdad que una nube de escepticismo, cuando no de desesperanza, envuelve esta sociedad y que el Gobierno es principal responsable de su creación. Hay incluso quien supone que Suárez ha jugado conscientemente al catastrofismo para garantizar su poder. Preferimos no creerlo. En todo caso, él sería hoy la primera víctima de semejante empeño. Pero la virulencia moral del análisis no empaña la conclusión: la estabilidad de este país pasa a corto plazo por el Gobierno de UCD. Pues bien, UCD, con su presidente al frente, debe ofrecer a los españoles alguna solución. La otra única alternativa posible supone la destrucción del propio régimen. Sin duda, los terroristas han sabido escoger el momento de actuar.

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