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FERIA DE SAN ISIDRO: UNDÉCIMA CORRIDA

Sierra Morena está junto a la M-30

Plaza de las Ventas. Undécima corrida de feria. Cuatro toros de Socorro Sánchez Dalp, primero, segundo y cuarto, anovillados y ruidosamente protestados; cornalón y más hecho el quinto. Devuelto el segundo, lo sustituyó uno de Juan Andrés Garzón, flojo y dócil. El resto, de Manolo González (que era la ganadería anunciada): sin trapío, manso y manejable el tercero, manso de banderillas negras el sexto. En conjunto, la corrida fue un fraude. Casi todos los toros eran sospechosos de pitones. Paquirri, dos pinchazos, otro hondo, rueda insistente de peones y tres descabellos (pitos). Pinchazo bajo a toro arrancado y estocada caída aguantando (oreja protestadísima, con gritos de «¡becerrista! »). José Mari Manzanares, estocada baja (fuertes protestas y aplausos, y saluda). Media estocada baja (indiferencia). Niño de la Capea, bajonazo descarado (silencio). Media atravesada y dos descabellos (pitos). Los tres espadas fueron despedidos con almohadillas y gritos de « i becerristas! » . El comisario Pajares tuvo una de las más lamentables actuaciones en el palco que se recuerdan.

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Los taurinos no sólo te han perdido el respeto al público, sino que ya se ríen de él en sus mismas barbas. Y es lógico, porque todos los desmanes los cometen desde la más absoluta impunidad. El escándalo de ayer -toda la corrida fue un escándalo- debería tener la réplica de una autoridad puesta en su sitio que exige responsabilidades y aplica con el máximo rigor los instrumentos legales de que dispone para los casos de defraudación manifiesta y culpable sin atenuantes y con reiteración.Pero la propia autoridad falla, no ya porque se abstiene de tomar unas medidas que el público pide con verdadero clamor desde hace muchísimos años, sino porque su representante en el espectáculo actúa con tal incompetencia y torpeza que no acertamos a explicarnos cómo quien corresponda pudo tener la infelicísima ocurrencia de concederle la responsabilidad de presidir una corrida.

Y nadie podrá decir que la presidencia, y con ella todo el equipo de veterinarios, se vio sorprendida en su buena fe, porque año tras año el taurinismo, en la parcela que más directamente explotan los grandes exclusivistas en beneficio propio y de sus pupilos, intentan colar a todo trance la trampa y la mentira, y en esta ocasión, una vez más, desde todos los sectores de afición con criterio, se había advertido que de nuevo intentarían apoderarse del montaje del espectáculo para convertirlo en un fraude.

Así fue ayer. La mayor parte de los toros que saltaron a la arena eran anovillados, estaban derrengados y tenían unos pitones con tan antinatural terminación que los rumores y hasta los gritos que en la plaza denunciaban el afeitado rebasaron la simple sospecha para entrar en la franca evidencia.

Uno de esos toros, previa protesta unánime y sostenida, fue devuelto al corral, pero no así los demás, y el colmo llegó con el cuarto, que desató las iras del público. El ruedo se llenó de almohadillas y botes de cerveza y aquello llevaba camino de convertirse en una grave alteración del orden cuando Paquirri, con total desprecio al público de Madrid, cometió la insolencia de tomar las banderillas y poner tres pares infames, con reunión casi desde el rabo. Mucha gente aplaudió, lo mismo que luego aplaudiría la faena, pues ya es sabido que en esta plaza, como en todas, acuden espectadores que no distinguirían un toro de una borrica (y aunque lo distinguieran les da igual, porque a lo que van es «a ver orejas»), pero la mayoría reaccionó con violencia, abucheó al torero y al palco, y no toleró de ninguna forma semejante tomadura de pelo.

Ese era el ambiente durante el último tercio, que Paquirri llenó con su habitual tesón y su insuperable vulgaridad, y el presidente, si no es que estaba en Babia, tuvo que detectarlo. Por eso asombra más que, ante una petición minoritaria, la cual -por cierto- se ahogaba en los gritos de protesta y los coros de « ¡Ladrones, ladrones! », incurriera en la increíble torpeza de conceder la oreja.

Pero, ¿qué broma es esa? ¿Qué pinta en el palco un señor que de esta manera desatiende los derechos del público e incluso atenta contra ellos? ¿A qué viene esa parcialidad, por la que su misión de juez del espectáculo se decanta tan descaradamente a favor de los toreros? Ya vería y oiría (si no metió la cabeza bajo el tapiz) que la vuelta al ruedo, lejos de ser triunfal, transcurrió entre palmas de tango y un continuo abucheo, que ahogabalos contados y no muy convencidos aplausos. Y luego, aquello de «el palco está vacío», y cosas más graves que no vamos a reproducir aquí.

Su incompetencia pudo apreciarse hasta en cuánto tardó en condenar a banderillas negras al manso declarado que se lidió en último lugar, e, inmediatamente después, al liquidar el tercio con par y medio, cuando debieron colocarse los cuatro pares reglamentarios. Para que la presidencia sea así, mejor que no haya nadie; es mejor (y más honesto) que los propios toreros lleven la lidia por donde les de la real gana que, en definitiva, es lo que ocurre casi siempre que hay figuras en el cartel.

En esta corrida remendada, mansa e impresentable, hubo toros que se pudieron torear a gusto y con filigrana, pero los diestros eran unos pegapases inaguantables. Manzanares hizo una faena perfilera, forzada, tosca y piquista a su primero, y al otro, verdaderamente cornalón, no acertó a ligarle nada. El Paquirri no pudo con el primero, pues aunque gato tenía su nervio, y al otro le muleteó a su estilo; es decir, sin estilo ninguno. Y el Niño de la Capea, tan violento y destemplado como siempre en el tercero, sorteó con trapazos la descompuesta embestida del sexto.

Dado el lleno impresionante que hubo y los precios que tenían las localidades, la recaudación de ayer debió ser una fortuna. Se habla de dieciséis millones de pesetas. A estas horas, ya habrán hecho el reparto los responsables de la estafa. Tanto para ti, tanto para mí; tanto para ése, que se ha portado. Y al público, que le den morcilla. Sierra Morena está pegadita a la M-30.

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