Manolo Quejido: 33 años de pintura
En este año de 1979 cumple Manolo Quejido treinta y tres años, edad fatídica y, a la vez, gloriosa. Por si acaso, Quejido andaba ya pintando febrilmente y dispuesto además a pasar de matute en cada cuadro todo lo que sabe de pintura, él; que, según dicen, ha pintado de todo; o será que todo lo ha convertido en pintura, sin preocuparse demasiado por los inevitables fracasos que semejante despropósito acarrea.Cuando se daba por cierta la tonta presunción de que esos fracasos eran lo más característico de su pintura, algo incluso como minuciosamente planeado y jaleado, esta última exposición de Quejido en la galería Buades, escenario de sus epifanías anuales, nos demuestra que de polimorfo jovial, nada; pintura y más pintura. Pintura tan rozagante como la de algunos pintores que yo y ustedes nos sabemos. Ahora, al fin, se entiende aquella insistencia suya en declarar, con expresión beatífica, que todo cuanto había pintado venía a ser lo mismo.
Manolo Quejido
Galería Buades. Claudio Coello, 43.
Lo mismo porque todo ello, abrumador y variopinto, estaba destinado a ejercitar su ojo y su pulso de pintor, y porque para darse el gusto de tan buen ojo, tuvo el olfato de empezar por donde acabó la mayoría de los pintores de su generación: un simulacro de estilo; ése que resulta siempre de confundir el ejercicio de la pintura con cosas tales como, por ejemplo, que a uno le gusten las hamburguesas y el cine negro, crea que las tripas pintan o confíe en la redención del género humano.
El específico simulacro de Quejido consistió, más que nada, en atreverse tan sólo a pintar una parte de la superficie que decía pintada, aunque lo que no pintaba aparecía, al menos, relleno de cosas divertidas. En esta exposición, sin embargo, todo está sometido a la pintura misma, incluyendo la veneración del pintor por otros pintores, como Cëzanne o Matisse, y acaso Nolde o Puvis de Chavannes, ¿qué más da?
Las series de la Regina, de la Silla y del Lago de la Casa de Campo se exponen incompletas; pero no importa, puesto que la selección es acertadísima y casi todas las piezas se sostienen por sí solas, sin necesidad de argumentos extravagantes, reducidos aquí a lo que siempre fueron: una historia del pintor en su pintura; un modo entre entretenido y necesario de contar lo que iba ocurriendo mientras pintaba. De ahí quizá el aire ingenuo y coloquial, como de apodo familiar, que tienen sus logogrifos y sus charadas.
Hay en Buades un cuadro de grandes proporciones, Correrías, que merece comentario aparte. Representa, ¿cómo no?, seis figuras inmóviles y de corte clásico -si es que a las bañistas de Cèzanne y a las demoiselles de Picasso se les puede adjudicar ese carácter ejemplar- en medio de un paisaje a plena luz. Una serie de fotografía y dos estudios parciales -uno de cada uno de los grupos que componen la versión definitiva- nos muestran la lenta y laboriosa producción de esta obra, pintada y repintada hasta conseguir que se transforme en pintura lo que en un principio era pura sugestión gráfica, ideograma o memoria de una tradición pictórica. El resultado podrá parecer áspero y desmañado, casi crudo, pero la obra había absorbido ya tanto color que lo respira por los cuatro costados. No es ninguna tontería que los cuadros respiren, aunque sólo sea porque así nos quitan el aliento.
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