La lucha y la muerte
«Si no seguimos luchando, moriremos»: en la última frase de esta obra parece estar contenido todo su sentido. Un quiebro al pesimismo, al abandono, al desaliento que se viene produciendo en los dos últimos actos (se sabe que en sus dos obras posteriores, Raíces y Estoy hablando de Jerusalén, concreta la continuación de la lucha). El desaliento -reflejado en el seno de una familia judía del East End de Londres, militante del Partido Comunista- se produce entre la guerra civil de España, 1936, hasta los sucesos de Budapest, 1956. En el principio se cuentan los nombres de los muertos de las Brigadas Internacionales; después, los fusilados por Stalin. Poco a poco, los militantes abandonan el partido: les ha abandonado a ellos la razón de lucha. Unos huyen al campo, insolidarios; otros buscan la posibilidad de cambio de clase. Alguno se entrega al nihilismo desesperado. Sólo un personaje, la madre -lo cual no deja de ser simbólico- se mantiene por encima de todo: a ella pertenece la última frase. Una frase equívoca; podrá suponerse, por el contexto y por el final de discusión en que se pronuncia, que proclama la continuación de la lucha dentro del comunismo, pero las otras dos obras de la triología de Wesker aclararán que la esperanza está en Israel.La obra es mucho más que eso. Wesker es un autor completo, de los que no se limitan a hacer una propuesta para un espectáculo, ni confían en el espectáculo, sino en su propia dramaturgia. Invierte, por tanto, una considerable riqueza. El retrato de la madre judía, casi como institución, es ejemplar: regañona, diligente, quejosa, pero sosteniéndolo todo y a todos al mismo tiempo, derrochando amor y obligación; el del padre, vencido por la vida, precursor en el desaliento, que va desde la cierta picardía del que parece vago hasta la terrible enfermedad que le convierte en vegetal, casi mineral: dos retratos que al mismo tiempo que humanos, narrativos, teatralizan el fondo de la cuestión, el símbolo del que lucha y el símbolo del que abandona. El cuidado de todos los personajes secundarios, en los que se va reflejando el camino de la historia; el diálogo, funcional y al mismo tiempo cargado de ideas; y la acción, contenida siempre, creando el ambiente de entusiasmo del primer acto, el de desaliento final. En esta sola obra habría encontrado un autor fácil material para tres o cuatro.
Sopa de pollo con cebada, de Arnold Wesker
Adaptación de Ramón Gil Novales. Dirección de Josep María Segarra y Josep Montanyes. Intérpretes: Irene Gutiérrez Caba, Agustín González José María Resel, Fernando Valverde, Juan Antonio Castro, Francisco Hernández, Encarna Paso, Carmen Fortuny, Imanol Arias, Cincha Leza. Escenografía de Josep María Espada. Estreno: teatro Bellas Artes, del Centro Dramático Nacional, 2. V 79.
La dirección ha llevado la obra por el único camino posible para este teatro, el del naturalismo realista. A veces exagera la tendencia, cae en el teatro antiguo: los asientos colocados frente al público, los parlamentos dirigidos al espectador. Quizá la idea -estos directores saben de sobra cuáles son los vicios- haya sido la de reconstruir la época con las formas teatrales de la época misma; este mecanismo funciona mal. En cambio, los movimientos de actores en las escenas de conjunto, la irrupción de las canciones, el juego de las escenas de dos personajes, están bien logrados.
La interpretación tiene dos puntos magistrales: Irene Gutiérrez Caba y Agustín González. Dentro, siempre, del naturalismo que requiere la obra. Una primera observación indicaría que Irene Gutiérrez Caba crea su personaje de una manera instintiva, con una seguridad innata, metiendo su propio sentimiento en él: lo vive. Y que Agustín González lo produce desde un estudio intelectual. Para el espectador poco importan las vías: los dos son seres humanos, con sus esperanzas y sus desesperanzas. Es un curso de teatro, por ejemplo, ver cómo Agustín González denota el paso del tiempo con su propio cuerpo, dejando notar el peso de las ropas. Los dos dan densidad a la obra. Los papeles más; bajos están bien cubiertos; no es fácil, especialmente, el encargado a Imanol Arias. Tiene su buen momento José María Resel; da su seguridad Encarna Paso. Con más tiempo de representaciones se puede esperar que toda la compañía se conjunte mejor.
La escenografía es sencilla, meramente adecuada a la acción: podría ser de los años treinta. Deben mencionarse los telones sobre litografías de John Allin: un ingenuismo que simultáneamente aproxima y distancia de la época.
El público acoge la obra con entusiasmo. Se siente comprendido en ella, desde los pequeños detalles -la redacción del complicado impreso de la declaración de impuestos, las riñas familiares, los problemas de padres e hijos- hasta el gran tema del posible sentido político de la vida (con el sentido honesto del autor de que todas las voces, todas las opiniones, están planteadas con honestidad, sin hacer trampa al personaje ni al espectador). Es, en resumen, lo que se llama teatro.
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