_
_
_
_
Reportaje:

Se publica en Francia un libro sobre el puritanismo sexual en la URSS

Oficialmente, según explica el doctor Stern, el delito de prostitución no existe en la URSS. La prostitución es inherente a la sociedad burguesa y, por ello, las mujeres no podrían practicarla en una sociedad socialista. Esto no impide que, a veces, sean perseguidas las mujeres públicas: en 1971, en Azerbaidjan, 1.221 señoras fueron procesadas por prostitución, pero el tribunal las condenó por parásitas y vagabundas (en la URSS existe la obligación de tener un empleo). El adulterio tampoco existe oficialmente en la Unión Soviética. Cuando alguien es acusado de semejante acto, se le encasilla entre los «moralmente inestables», indigno, por ejemplo, de viajar al extranjero.

Pareja feliz

Según el punto de vista oficial, dice el doctor Stern, «no existe pareja más feliz que la soviética». La ideología reinante actualmente es la misma que expresó un sociólogo en El amor, el matrimonio y la familia, libro publicado en 1951, durante la era estalinista: « La fuerza y la belleza del amor dependen del lazo ideológico existente entre el hombre y la mujer -escribía el autor del referido libro-. Entre las familias de los millonarios occidentales, durante muchos años, sólo se permitían los matrimonios de dinero. Su único objetivo consistía en reunir dos capitales en uno solo. Naturalmente, semejantes matrimonios conducían inevitablemente a relaciones extraconyugales. Sin embargo, en la URSS, como el capital y la propiedad privada se han abolido, ya no existe el adulterio.»Esta certeza oficial sobre el puritanismo de los ciudadanos soviéticos no impide una vida sexual extraña, consecuencia de las frustraciones inherentes al moralismo constitucional, según explica el doctor Stern, a partir de sus observaciones y de las confidencias que durante treinta años le hicieron sus pacientes en la clínica.

Las aglomeraciones de todo tipo se revelan como un refugio de la vida sexual. En 1966 más de seiscientos obreros de Leningrado le escribieron una carta al presidente del Consejo de Ministros, Alexis Kossiguin, para exponerle: «Las horas punta, en nuestra ciudad, son horas de vergüenza y de indignación. En estas latas de metal que se atreven a denominar transportes en común, hacinadas de cuerpos humanos, toda la dignidad humana, sobre todo las de las mujeres, es pisoteada.»

El doctor Stern cuenta que «los autobuses y los tranvías son escenarios de actos inesperados: dos estudiantes que se acarician mutuamente los órganos sexuales, una mujer que levanta la falda para facilitar el vagabundeo de las manos de un hombre o también un homosexual en busca de aventuras». Esta actividad clandestina está condicionada por una ley implícita que todo el mundo debe respetar: el anonimato. En un autobús de Moscú, la muchacha Natacha Semachko, de quince años de edad, fue atacada por cuatro conciudadanos: uno intentó colocarle su sexo en la mano, el otro coló su mano por debajo de la falda, el tercero la estrechó por delante y el cuarto por detrás. La chica, asustada, gritó. Los cuatro hombres la trataron de imbécil, de mentirosa, y la invitaron a no tomar el Metro si la amedrentaba la muchedumbre. Nadie defendió a la adolescente.

Contactos clandestinos

Las colas de espera en las panaderías, en las tiendas, en cualquier lugar público, características de la vida soviética, también se prestan para los contactos sexuales clandestinos. Pero, también en éste caso, el anonimato es norma: no es necesario conocerse de antemano, hablarse o seducirse. Se hace la cola, se compra la mercancía y, de paso, se aprovecha la coyuntura para un escarceo sexual más o menos leve.Desde principios de los años sesenta, en la prensa y en los libros se han empezado a abordar las cuestiones sexuales, aunque tímidamente. En 1962 se publicó El muchacho y la muchacha, que sólo utiliza una vez la palabra sexo, pero señala que el número de divorcios pasó de 0,6‰ en 1955 al 1,3% en 1961. En 1975, la revista Salud dedicó varios números a la educación sexual. En un artículo se llegó a decir, como algo muy osado, la frase siguiente: «Algunas mujeres ofrecen más zonas erógenas que otras, y estas zonas pueden estar ubicadas diferentemente. » En otros artículos se daban consejos útiles: «Si un muchacho observa que la enagua sobresale del vestido de una chica, no debe decirla nada, porque sería incorrecto.» En otro de estos artículos dedicados a la educación sexual, en 1975, se ofrecía «la duración ideal del acto sexual: dos minutos. Si el hombre retrasa su eyaculación puede convertirse en impotente». Lo esencial de la información tiende a destacar los peligros graves que implica la vida sexual. El doctor Sciadochtch, de Leningrado, recomienda la frecuencia máxima del acto sexual: una vez cada veinticuatro horas y con preferencia por la noche o al amanecer, pero sólo si se dispone del tiempo necesario para recuperar fuerzas antes de ir al trabajo. En 1966, la periodista Ada Blaskina publicó un artículo, «Ni ángel ni bestia », en la revista La Gaceta Literaria, en el que desvelaba sus verdaderos sentimientos en materia sexual, y decía que «una mujer no debe ser sólo el ama de casa concienzuda, sino una enamorada seductora». Inmediatamente se desencadenó una avalancha de cartas de protesta y de artículos como el del sexólogo de la República Democrática Alemana doctor Neubert, que escribía: «Nosotros queremos millones de familias sanas que ignoren todo tipo de patología.»

Cuatro preservativos

Los medios contraceptivos son prácticamente desconocidos en la URSS. Según afirma el doctor Stern en su libro, sólo se usan para impedir el embarazo los preservativos masculinos. Los soviéticos les llaman corchos, debido a su espesura. A pesar de esto último, no son sólidos y, por ello, en algunos casos los hombres emplean tres y hasta cuatro a la vez, lo que no facilita las relaciones amorosas. El doctor Stern cuenta que uno de sus pacientes, por razones de economía, lavó los cuatro preservativos y los empleó una segunda vez, cosa fatal para su mujer, diabética, porque los corchos no preservaron nada. Los preservativos occidentales cuestan hasta diez veces más que los soviéticos, pero cuando las mujeres han probado estos últimos ya no admiten los corchos. Una mujer que se había acostumbrado al preservativo capitalista -afirma La vida sexual en la URSS- se hizo frígida cuando su marido reincidió en el corcho. Pero, legalmente, el único medio contraceptivo en la URSS es el aborto. Autorizado y prohibido varias veces, desde 1955 las mujeres soviéticas pueden, interrumpir su embarazo.«El aborto es un medio primitivo, pero seguro y accesible», dice la doctrina oficial. La legalidad de este medio contraceptivo no le impide a la mujer «un procedimiento burocrático penoso y humillante». Algunas mujeres abortan hasta diez veces o más. El doctor Sterri cuenta el caso de una paciente suya que había abortado veintidós veces. A partir de un cierto número de abortos parece ser que una señora ya no necesita colaboración externa: en efecto, en la URSS se ha extendido una fórmula, consistente en beber un vaso de vodka, tomar un baño caliente acto seguido y después saltar sin parar hasta que la operación se consuma.

De 1974 a 1977, el doctor Sterri vivió como detenido en varios campos de concentración. Afirma que en estos lugares la sexualidad se reduce prácticamente a la homosexualidad, que se practica por necesidad o por la fuerza. Los poderes públicos, sin embargo, no admiten esta realidad. Cuando el doctor Stern hablaba con los responsables de los campos de concentración o con los inspectores llegados de Moscú e intentaba convencerlos de que las violaciones y las violencias dominaban la vida sexual en estos lugares, las respuestas eran siempre las mismas: «El poder soviético no toleraría jamás ese menoscabo de la dignidad humana. Todo eso son invenciones.» El autor de La vida sexual en la URSS asegura que «la homosexualidad está, por lo menos, tan extendida en los campos soviéticos como en las prisiones americanas, aunque las desviaciones que engendra son mucho más terribles».

Homosexualidad por la fuerza

Los verdaderos homosexuales dice el doctor Stern que no existen apenas en los campos soviéticos. Casi todos llegan a la homosexualidad por la fuerza. El día 9 de abril de 1976, Anatole Chalapoukhine, de 36 años, se metió bajo las ruedas de un peso pesado. Poco antes, seis presos de derecho común lo hablan atado y violado en la sala de baños del campo. Incapaz de soportar esta violencia, se suicidó. Otro muchacho de veinte años, guapo, llamado Sistov, fue violado en febrero de 1977 por once detenidos. Pero éste resistió. Las autoridades de los campos amenazan a los detenidos con la homosexualidad: «Si no te portas como debes, si hablas demasiado, irás al calabozo y saldrás pederasta», intimidan los responsables. Esto se produce normalmente: el rebelde entra en su celda y se encuentra con un derecho común que lo viola. Estos «nuevos homosexuales» son conocidos en los campos con el nombre de intocables. Los violadores no son, sin embargo, auténticos homosexuales, sino que se consideran hombres normales, admirados en el campo. El doctor Stern cuenta como un caso corriente el que descubrió poco después de llegar al primer campo de concentración: un joven de veintidós años, llamado Gradov, siempre estaba cubierto de moratones porque en cada ocasión intentaba salvarse de los de derecho común, que por las noches lo maltrataban a palos antes de sodomizarlo. En enero de 1977 el detenido Kossolapov fue asesinado de un cuchillazo porque no quiso «ofrecer su culo». Pero dice el doctor Stern: «El salvajismo del crimen me impresionó menos que la indiferencia de las autoridades ante el. asesinato de un inocente.» También existen harenes, bajo la autoridad de detenidos, que, por su fuerza y su granujería, consiguen privilegios especiales en el campo. En estos casos, el chulo oficia normalmente: sodomiza a sus víctimas gratuitamente, obliga a estas últimas a ejercer con quien paga y se lleva una parte de la tarifa establecida. La otra es para hacer «compras en beneficio de la comunidad». Algunos detenidos mutilan miembros de su cuerpo, «para que cuando salga de aquí todos sepan lo que se ha hecho con nosotros», y estas mutilaciones afectan a veces a los órganos sexuales. Otros presos, por miedo a convertirse en impotentes y a no «servir para nada» al salir libres del campo, realizan una operación consistente en introducir bolas de plástico en el pene, lo que hace de este último un útil temible. La mujer del detenido Studney murió como consecuencia del pene de su marido, plastificado con exceso. En los campos de mujeres la homosexualidad se desarrolla más amplia y más normalmente. Con frecuencia, las dos mujeres viven como marido y esposa. Esta última se encarga de todas las labores domésticas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_