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Callaghan, o la "imagen de un buen primer ministro"

«Ha sido el mejor primer ministro conservador desde Stanley Baldwin.» «Ha debilitado y dividido al partido y le deja ante una derrota segura en elecciones»; ambos juicios, el primero de un próximo e irónico consejero de Margaret Thatcher y el segundo de un destacado militante de la izquierda laborista, se refieren al papel jugado por Leonard James Callaghan, jefe del, Gobierno británico y líder del Partido Laborista. Según los más, el próximo 3 de mayo dejará de ser lo primero y no pocos creen que, como consecuencia, peligra seriamente su jefatura en el partido.Sin embargo, el señor Callaghan mantiene su popularidad entre los británicos, que todavía le anteponen a la señora Thatcher como el primer ministro que desearían seguir teniendo cuando son consultados por los exploradores de la opinión pública. Un sondeo que el domingo pasado daba al partido tory una espectacular ventaja del 21% sobre el labour mostraba, sin embargo, que el 44% de los entrevistados prefieren a Callaghan, contra un 41% que se inclina por la jefa de la oposición. La imagen pública de Callaghan es la de «un buen primer ministro», estadista más que hombre de partido, campechano y aparentemente comunicativo.

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Si se pregunta a los ingleses de a pie cuál es entonces la causa de que el hasta hace poco confiado premier se encuentre al borde del abismo, la mayoría responde que ha apurado demasiado su suerte, que debía haber convocado elecciones el pasado octubre, cuando todo el mundo las esperaba y el señor Callaghan todavía no había sufrido la derrota de sus leyes autonómicas para Escocia y Gales. En su lugar, el titular de un Gobierno en minoría parlamentaria que desde 1977 había sobrevivido gracias a su pacto con los liberales y después a unas negociaciones casi cotidianas con los partidos nacionalistas, se embarcó sin programa en un invierno demoledor, en el que las reivindicaciones sindicales provocadas por su rígida política salarial han hecho trizas lo que quedaba de su precaria estrategia económica.

La moción de no confianza a propósito de la cuestión escocesa, que el mes pasado le apeó finalmente del poder, fue sólo la gota de agua final en el vaso de un Gobierno desgastado.

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Epitafio prematuro

Aficionados a los epitafios prematuros ya han escrito que Callaghan se hizo cargo, en abril de 1976, de un país estancado económicamente, con bajos salarios y baja productividad, y va a dejarlo en mayo de 1979 en condiciones idénticas, aliviadas a corto plazo por el petróleo del Mar del Norte. Elegido líder del Partido Laborista a los 64 años, tras la dimisión de Harold Wilson, por 39 votos de diferencia sobre Michael Foot, el período de Gobierno presidido por James Callaghan se ha caracterizado por unas zozobras económicas heredadas que llevaron a la devaluación de la libra esterlina en un 20% y a la inyección por el Fondo Monetario Internacional de un préstamo de 2.300 millones de libras para salvar a Gran Bretaña del colapso.

El Gabinete laborista del moderado James Callaghan se ha comportado económicamente como un perfecto Gobierno conservador, administrando uno de los períodos de recesión más agudos de la posguerra en base a una estrategia deflacionaria hecha de parcheos de circunstancias entre medidas monetarias y fiscales. Y apoyado en un pacto social con los sindicatos que le permitió hasta el otoño pasado mantener relativamente estables precios y salarios. Pero las estadísticas confirman que desde 1973, el año de la crisis petrolífera, uno antes de que el laborismo recobrara con Wilson el poder, la producción industrial británica y su productividad se mantienen virtualmente estancadas, con un crecimiento que no llega al 1% anual.

Callaghan no ha alterado un rumbo que empobrece día a día a Gran Bretaña en relación con los demás miembros de la Comunidad Económica Europea. Las previsiones sobre el futuro británico no son precisamente alentadoras y, retórica aparte, el Partido Conservador, amén de su filosofía política, no posee la receta mágica para contrarrestar el aumento de la inflación y del desempleo y mantener dentro de límites aceptables la negociación salarial.

El ala izquierda de su partido -el laborismo está hoy firmemente controlado por el centro derecha- no sólo acusa al primer ministro de una incompetencia económica que ha acentuado la desindustrialización y puesto la cifra de parados en un techo peligroso, sino que le considera responsable por un largo etcétera político que va desde la humillante sumisión a las directrices norteamericanas hasta el patrocinio del secretismo oficial, pasando por un estilo de gobierno basado en el autoritarismo y la promoción de sus protegidos a cargos ministeriales. ¿Por qué los trabajadores deberían votar en masa a un partido que abdica diariamente de sus iniciales objetivos históricos y que desde el poder hace una política que genera desempleo y declive económico?

A la respetable edad de 67 años, James Callaghan amenaza ser enviado a su granja de Sussex sustancialmente por los mismos motivos que hicieron imposible seguir a Harold Wilson y que habían derribado antes al conservador Edward Heath: una confrontación con los sindicatos. Desautorizada explícitamente, en octubre, su política salarial en el Congreso Sindical (TUC), el primer ministro ha intentado imponer su rígido 5% a unos de los trabajadores peor pagados de Europa. Con todo lo que tiene de esquemático atribuir a un solo factor la caída en desgracia de un Gobierno -mucho más en un país de mecanismos políticos tan afinados como Inglaterra, donde el instinto va sustituyendo a la ideología a la hora del voto-, la gran mayoría de quienes consideran al laborismo perdedor el 3 de mayo lo atribuyen al grado de militancia y descontrol alcanzado por las protestas sindicales durante los últimos meses. El «excesivo poder» de los sindicatos es un punto, jaleado por la gran prensa, en el que coinciden ciudadanos de todas las opiniones políticas.

Unos sindicatos, de otra parte, que tras doscientos años de vida y cien de existencia organizada se han convertido en un formidable conglomerado de doce millones de afiliados, a veces confuso e ideológicamente contradictorio, donde existen numerosos centros de poder y en el que predominan el ritual y la burocracia. Pero como la historia reciente se encarga de mostrar, el Reino Unido es ingobernable sin su cooperación, además de ser uno de los países europeos donde se hace más patente la falta de entendimiento entre trabajadores y empresarios, una incomprensión que el príncipe Carlos atribuyó recientemente, en gran medida, al aislamiento de la clase dirigente.

Estos hechos, conocidos, experimentados y sufridos por James Callaghan y en gran medida determinantes de su manifiesto electoral (véase su apelación básica a la concordia con las TUC), se han convertido en el elemento definidor por excelencia de la escena social británica, junto al círculo vicioso bajos salariot, huelgas, baja productividad. El mayor interés de las próximas elecciones reside en que pueden deparar a una firme partidaria de la cirugía radical, Margaret Thatcher, la oportunidad de aplicar sus belicosas convicciones a uno de los mecanismos económico-políticos más desgastados y frágiles del mundo occidental.

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