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En la muerte de Vicente Asensio

Hace sólo mes y medio debíamos escribir sobre la muerte de Rodríguez Albert. Ahora nos sorprende la desaparición de otro destacado representante de la escuela levantina: Vicente Asencio. Valenciano, nacido en 1908, pertenecía, por tanto, a la misma generación de Albert, y en no pocas cosas esenciales coincidía con su ideología. Formado en Barcelona, tuvo a Marshall como profesor de piano; de Morera, al igual que Montsalvatge, aprendió los principios más rigurosos de la composición. Hizo el viaje a París en donde practicó la dirección con Bigot y mantuvo relaciones de amistad y, en alguna medida, de discipulaje con Joaquín Turina y Ernesto Halffter. Discipulaje consistente en desarrollar una de las grandes virtudes del compositor: saber escuchar con el espíritu bien abierto y la sensibilidad extremadamente porosa. Por otra parte, su matrimonio con la castellonense Matilde Salvador convirtió el trabajo de ambos en tarea común, plena de intercambios y confrontaciones estéticas. Tanto Vicente como Matilde hicieron de Manuel de Falla ejemplo a seguir. Asencio dedicó al músico gaditano dos obras muy, bellas (Llanto y Elegía) y el permanente homenaje de vivir la música de su país para extraer de ella elementos característicos -populares, tradicionales, históricos, representativos- sobre los que trazar su propia invención. Citar el Preludio a la Dama de Elche o las Cuatro danzas y una albada se me antoja referencia suficiente. Con todo, y aun cuando el «levantinismo» circulara por las venas de toda la música de Asencio, no se ciñó al repertorio de incitaciones raciales: tuvo para García Lorca la exacta correspondencia musical en su Tango de la casada infiel, o supo realizar, con fidelidad y personalidad, el acompañamiento pianístico de las Sonatas de José Herrando, tocadas y grabadas por otro miembro de la familia: la violinista Josefina Salvador.En el campo de la música formal, el Cuarteto en fa o la Sonata para violín y piano figuran entre lo más granado del género camerístico español, en tanto su aguda sensibilidad acústica se recreó en piezas para guitarra (citemos la Suite Homenajes), que Narciso Yepes ha llevado y lleva por el mundo. Asoma en ellas un apunte de ironía, actitud en la que muchas veces se refugiaba Asencio para contener al poeta que llevaba dentro unido a ese latente acuarelista que anima la naturaleza de los músicos levantinos. Pedagogo excelente, crítico agudo de su propia obra, perfeccionista hasta el primor azoriniano, Vicente se esforzaba cada día hasta lograr lo que Marías denomina «calidad de página», sin que tal esfuerzo restara sinceridad y temperatura cordial a sus pentagramas. Cultivó con acierto el ballet (Tríptico de don Juan, La maja fingida), alguno de cuyos títulos figuró en la compañía de Antonio; en la canción encontró cauce para expresar su más íntimo yo. Parece insistencia y recurso necrológico aludir a los valores humanos de quienes nos dejan. No hacerlo sería en este caso, como en el de Albert, imperdonable falta, porque Asencio era, sobre gran artista, un hombre bueno. Por eso la tristeza de su muerte se toma grave pena.

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