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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Irán, vergüenza de Occidente

Emilio Menéndez del Valle

Comisión internacional del PSOE

En julio de 1978, su majestad imperial Mohamed Reza Pahlevi, sha de Irán, titular del trono del pavo real, declaraba a una publicación occidental que su pueblo le adoraba y homenajeaba cotidianamente. Su majestad hacía tan peregrinas manifestaciones después de varios años de continua lucha popular para derribarlo de su tan pavoneado trono. Todavía dos semanas antes de ser derrocado (o si se prefiere, de salir al extranjero «de vacaciones»), su inconsciente majestad se dedicaba a esquiar no muy lejos de Teherán, impávido ante el espectáculo de centenares de muertos diarios entre ese pueblo que le adoraba y que él masacraba.

Se trata del mismo funesto personaje que hace pocos años organizó unas muy especiales jornadas milenarias para conmemorar la ancestral monarquía persa, en medio de un fausto y derroche no reflejados ni en las más imaginativas películas a las mil y una noches. Pompa y malgasto imperiales y de la camarilla cercana al titular del trono del pavo y miseria popular en la mayoría del país. Con ocasión de aquel provocador aniversario imperial, diversos jefes de Estado y de Gobierno de Occidente acudieron a apoltronarse en la ingrávida magnificencia de un poder absoluto, detentador de la fuerza del petróleo, aparentemente condicionador de la próspera continuidad de la economía occidental. Ese, y no otro -supongo-, era el pretexto para sentarse junto al rey de reyes y sentirse indiferentes ante un pueblo que no muchos meses después iba a dar a Occidente (y también a Oriente) el mayor susto estratégico de su historia en lo que va de siglo.

Con ocasión de ello, el presidente Carter propinó una fuerte reprimenda a la CIA y agencias hermanas del espionaje norteamericano, por no haber avisado a tiempo de lo que en Irán se venía encima. Da la impresión que los analistas y estrategas occidentales no aprenden la lección. Similares errores de bulto han sido cometidos por ellos desde la segunda guerra mundial. El más sonado, el apoyo incondicional a los regímenes racistas (Suráfrica, Rodesia y las colonias portuguesas en Afríca) frente al galopante emerger del Africa independiente. Todavía en 1974 -a punto de fenecer el caetanismo ante la revolución de los claveles, que habría de producir la automática independencia de Angola, Mozambique, Guinea-Bissau y Santo Tomé y Príncipe-, el prepotente Kissinger mantenía una política de pleno apoyo a las situaciones de fuerza occidentales, a los bastiones blanquistas en Africa negra. La peculiar democracia interna norteamericana haría posible, dos años después, que la estrategia kissingeriana de aquel entonces fuera divulgada y ridiculizada a lo ancho y largo de EEUU (en concreto con la publicación de la misma, el ingenuamente llamado supersecreto «National Security Study Memorandum 39», en una editorial de Connecticut).

Largos años va a costarle al mundo occidental el reparar los errores cometidos en el Africa negra, al apoyar sin reparos a los regímenes antiafricanos de Vorster y Smith. La reflexión deriva, naturalmente, hacia el Irán de hoy en día, cuando se piensa que este país -bajo la tiranía absurda y despótica ya concluida- era, precisamente, el suministrador petrolífero de Estados calificados de indeseables por la mayoría de la comunidad internacional, entre ellos Suráfrica. Reflexión que conduce a afirmar que el derrocamiento de Reza Pahlevi significa por supuesto, la mayor alteración geopolítica de los últimos años para el mundo occidental, pero también la consecuencia lógica e inevitable de un alineamiento descarado de este mundo -nuestro mundo- con la ignominia y la corrupción, con el imperio de la fuerza y el menosprecio de los derechos humanos.

Mientras el sha abandonaba Irán entre las consabidas y demagógicas escenas de besar el tan amado suelo de la capital y hacer gala de llevar consigo un cofre de «tierra iraní», miles de personas continuaban luchando y muriendo contra el ególatra protegido de Occidente. Al tiempo que las cabezas de piedra del emperador eran simbólicamente decapitadas por la multitud enardecida, su real titular volaba hacia Egipto, donde habría de ser recibido con honores de jefe de Estado y las consabidas manifestaciones de «ardor popular» (craso error que en una u otra forma Sadat habrá de sentir en su propia came tras la consolidación del ayatollah Jomeini). No menos desafortunado se siente ya Hassan U de Marruecos, quien todavía alberga al sha en su tierra y que ya ha visto reconocido al Frente Polisario por el nuevo régimen islámico de Tcherán. Cada uno está donde está y toma partido por quien quiere.

Pareciera que, antes de recluirse en Estados Unidos entre sus miles de millones de dólares, acongojado para el re9to de su vida, el hasta ahora intocable magnatario quisiera hacer público y notorio que su destino personal ha estado ligado a países que son Occidente cultural o políticamente. Triste concepto el de un Occidente que se muestra vinculado a la suerte de un personaje que ha torturado a los iraníes, despreciado las posibilidades de la lógica política y enemistado a su pueblo con el propio Occidente. Mientras tanto, cabalga inexorablemente en Irán un fenómeno político-religioso con pretensión de soluciones sociales dificilmente compatibles con la modernidad político-occidental. Al tiempo que en Oriente la heterodoxia musulmana chiita, adobada de un fanatismo socio-religioso de imprevisibles consecuencias, va asentándose paulatina, pero firmemente, el primer deber de nosotros -los occidentales- es hacer autocrítica y cambiar el propio concepto eurocentrista de Occidente. Y cambiar nuestras relaciones con un mundo -el no occidental- al que muchos consideran inferior. Hay que cambiar las alianzas de nuestro mundo con los personajes míticos y tópicos, como el sha, y establecerlas con los pueblos. Hay que relacionarse no con la razón de la fuerza, sino con la fuerza de la razón, por muy heterodoxamente islámica -con ribetes de fanatismo- y opuesta a la razón occidental que pueda ser, siempre que ésta sea verdaderamente y disponga de arraigo popular.

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