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La puerta

Madrid tiene dos puertas y dos puentes. Dos puentes de tal nombre, se entiende. Las puertas son herederas de aquellas que se abrían en su cerca, modesta muralla que la ciñó en su día mucho antes de que llegara a corte. Bajo la mole de sus puentes la muerte de Madrid se va, convertida en detritus fecales, parodia de la vida. A través de sus puertas hoy abiertas a nadie, cerradas por parterres de colores, la vida llega convertida en murmullos, humos, voces. Aún hubo otras menos famosas, fantasmales, recordadas en los aniversarios, pasto habitual de eruditos y cronistas, hoy restos exhumados, sacados a la luz de los periódicos como huesos de elefantes colosales.De aquellas cinco puertas principales, a las que era preciso añadir en tiempos nada menos que, doce, aún quedan en la memoria la de Atocha, cara a Aranjuez; la de Segovia, sobre su puente memorable; la de los Pozos de Nieve, que refrescaba al menos con el nombre los tórridos veranos madrileños, y la de San Vicente, cuyos pilares y dinteles aún andan en litigio sobre si conviene o no resucitarlos. Así, pues, sólo nos restan dos: la de Toledo, postergada, un poco abochornada, se diría, de cargar con el recuerdo y el nombre de Fernando VII, con su coreografía gesticulante de panoplias, escudos y coronas, y la otra de Alcalá. Pero bien se ve que esta segunda puerta es otra cosa. Bien se nota desde sus proporciones hasta las huellas aún vivas de nuestra guerra de Independencia. Se apoya por un lado en el jardín alzado por un rey estajanovista del amor, más célebre por la gracia de un pincel generoso que por sus dotes de hombre de Estado inéditas. Sus arcos miran a España entera, pues ya se sabe que las puertas siempre se alzaron más para avizorar el horizonte que para abrirse o cerrarse a amigos o enemigos. Si su brazo diestro descansa en el Retiro, el izquierdo toma fuerza y reposa en ese corazón cordial del en tiempos altivo pueblo madrileño.

A fin de cuentas, para él se alzó, aunque el pretexto fuera un rey casto, paternalista y cazador, ordenador de la ciudad tal como en parte se conserva allí donde otros torpes alcaldes no se le entrometieron.

Inaugurada hace dos siglos y dos meses, ¿qué vería el monarca desde esa puerta, desde esos arcos en tiempos despejados, abiertos a una de las más amplias calles de la villa? Esa calle que existe en todas las capitales del mundo, esa vía que lleva desde su centro principal hasta los últimos rincones de su geografía, se veía animada por un pueblo que poco tiempo después se iba a reconocer en el más popular de sus pintores. Es un pueblo de mirada curiosa, cuando no alucinada, que contempla a gañanes disfrazados de majos alzarse sobre zancos colosales, volar cometas en cielos claros todavía o torear a pie reses valientes, afiladas y pequeñas. Es un pueblo que calla, mira y acecha; que canta en míseras procesiones, participa en sombríos aquelarres y se asombra ante milagros estupendos. Desde la puerta puede vérsele embozado, bajo su amplio sombrero, con su recio calzón y su media remedo de la carne.

Y también desde esa puerta que lleva su nombre puede el monarca ver la siembra en que se halla empeñado sobre la piel oscura de su reino. Siembra de fuentes nobles, fábricas y puentes, de museos y sociedades, de extintos privilegios. Quizá ve a su universidad vieja y ritual, inútil como hoy, anclada en textos graves y pedantes, reacia a toda nueva ordenación, a cualquier nuevo viento que propicie futuras tempestades. Ni Salamanca, ni Alcalá, ni Santiago quieren saber de nuevos planes escolares. Sus doctores vegetan, les basta con ser baluarte de la religión, en tanto rechazan a sus colegas de Europa para ensalzarse en cuestiones de pompa y ceremonia. Los estudiantes estudian poco, como ahora, y comen menos aún, preludio de futuros desamparos. En su guerra civil contra los profesores que no se dejan ver, que no explican gran cosa, se amparan en el desdén contra el desdén, que a veces desemboca en actitudes broncas. Y en cuanto a la Administración, vendrá a convertirse en el muro maestro y principal donde irán a estrellarse intentos y propósitos. Es una guerra sorda y eficaz de leyes y decretos olvidados, detenidos; una quinta columna de inercia sombría, en defensa de privilegios seculares.

Más allá de la puerta nuestros primeros turistas extranjeros se asombran de la desaforada multitud de mendigos vergonzantes acogidos a la misericordia más o menos pública, licenciados en paro forzoso y gente de a pie que hace de la limosna oficial oficio y beneficio. A todo ello piensa poner remedio el rey con su flamante equipo de ministros, urbanistas y técnicos. En ello debe pensar mientras medita, recibe o practica su deporte favorito, en tanto se retrata con su perro a los pies, rendido por la dura disciplina del dueño. Gobernar quiere decir cambiar, renovar, darle vuelta al país como a un guante muerto de puro viejo. Ahora, apenas embarcado en su empresa, el monarca trata de calibrar los riesgos de transformar el reino sin remover sus cimbras, sus cimientos. ¿Será posible poner al día su universidad, buscar trabajo a todos, sanear una Administración caduca, cuando no interesada; salvar la economía y a la vez renovar la complicada red de lazos exteriores? ¿Será posible resucitar a este país, tantas veces traicionado, maltratado, maltrecho; sacarle de sus años muertos, de su cólera sombría, encaminar sus pasos por los viejos caminos que le ligaron a Europa en otro tiempo? ¿Será preciso consultarle o tratarle a la manera de los viejos médicos? ¿Prestar oído a sus males o seguir la tradición: mantenerle alejado, recetar y esperar a que el cuerpo, que todo lo aguanta, salga adelante por sus propios medios? Después de todo, quizá este país desengañado, cuando no temeroso, no crea demasiado en remedios nuevos. Acostumbrado, ayer como hoy, a los duros desastres de la guerra, puede que sólo busque unos años de precaria salud ala sombra de esa puerta, símbolo de su destino y de su tiempo; simplemente verlas venir, esperar otro milagro como el de san Antonio a la vera del río, asistir a la resurrección de su cadáver para ver cada vez quién carga con el muerto.

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