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Tribuna
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La imagen de los vascos

Que el País Vasco está al borde del colapso moral y económico es una realidad innegable, como lo es que el terrorismo ha sembrado allí como donde quiera que surge, además de un trágico reguero de víctimas, las semillas de la división, la crispación y el miedo. El pueblo vasco, a menudo obstinado y resistente, pero también rectilíneo, laborioso, tradicional y pragmático, ve hoy quebrarse la conciencia de su identidad moral al multiplicarse en su nombre modos de acción que pugnan con las pautas de comportamiento que los vascos estimaron (mitificándolas incluso) como propias. Muchos años habrán de pasar antes de que el País Vasco recobre la imagen histórica con que los reconocieron propios y extraños; muchos años, y una profunda crisis colectiva.Decir otra cosa es o engaño o estupidez. Y, sin embargo, a partir de esa realidad se están cometiendo errores de interpretación de la situación vasca que es preciso rectificar si se quiere entender el ya muy grave problema en sus justas dimensiones. Por ejemplo, está ocurriendo algo que ya sucedió a propósito de las guerras carlistas del pasado siglo: la asimilación global del País Vasco, de los vascos, con quienes representan únicamente a un sector -mayor o menor- de aquella comunidad. Que existan hoy, como las hubo en el siglo pasado, abundantes razones que lo expliquen -desde las meramente emocionales atentas sólo al dramatismo de los acontecimientos, a las complejísimas que han acabado por hacer de los estereotipos regionales parte de nuestra cultura política y de nuestro lenguaje cotidiano- es consuelo bien menguado.

En el siglo XIX se identificó a los vascos con el carlismo, con el ultramontanismo cerril, teocrático y reaccionario; hoy, con la obstinación y la violencia irracionales. Se olvidó entonces -o se reconoció tardía y tibiamente- a los liberales vascos y no se valoró suficientemente aquella «conciencia liberal y española» que Unamuno viera en Bilbao y que se dio igualmente, al lado de una acusada conciencia vasca, en cuantas villas vascongadas résistieron los sitios y bombardeos carlistas. Y hoy no se enfatiza suficientemente la dimensión auténticamente vasca de quienes en la atmósfera antes descrita, mantienen con encomiable valor cívico los principios e ideales que han legitimado siempre la lucha secular por la convivencia y la tolerancia: una concepción ética de la vida y de la política; la pasión por la libertad y la democracia, la resistencia a la opresión, la violencia y la injusticia. Y esa omisión es además de injusta, sumamente torpe y contraproducente, desde el momento que alimenta abusivas generalizaciones sobre el carácter y las aspiraciones de los vascos y alienta, así, los atávicos antagonismos regionales que tanto han perjudicado siempre la plena vertebración nacional.

Es cierto que los medios de comunicación se han hecho eco de la labor en favor de la paz desarrollada por instituciones e individualidades del País Vasco. Pero no se les identifica como «vascos» en el sentido étnico-político de la expresión, en el sentido que se usa el término al hacer referencia a ETA, al PNV o a los abertzales. Hoy, como ya ocurriera en la II República, a pesar de las protestas del republicanismo vascongado, parece como si todos, inconscientemente, concediésemos el monopolio de la representación de los vascos a los partidos y grupos nacionalistas. Es muy habitual leer en la prensa extranjera titulares como «vascos matan policías», «atentado vasco», etcétera, y por lo que se refiere a la nacional, se recordará, por ejemplo, en el pasado año y a propósito de las negociaciones sobre la Constitución, lo frecuentísimo que eran titulares como «desacuerdo Gobierno-vascos», «los vascos rompen el consenso» «los vascos no votarán la Constitución», cuando lo correcto hubiera sido decir PNV en vez de vascos. Bien recientemente, TVE ponía en sobre-impresión la frase «los vascos y la Constitución» al referirse al hecho de que los ocho diputados nacionalistas no aplaudieran el discurso del Rey del 27 de diciembre. El profesor Linz decía hace poco que la mejor alternativa a ETA sería «la reacción cívica de los vascos».

Y este es el problema: por lo visto, no son acreedores a la denominación regional ni los nueve diputados del PSOE ni los siete de UCD que votaron la Constitución; y ni las continuas condenas y llamadas antiterroristas del Consejo General Vasco y de su departamento de Derechos Humanos, ni la manifestación por la paz del PNV del pasado otoño, ni la campaña permanente, diaria, de la prensa vasca de mayor difusión contra la violencia y los asesinatos son merecedores de que se reconozca que la reacción cívica que pedía Linz tiene ya su propia historia; por lo visto, los señores Múgica Herzog, Rubial, Lertxundi, Guimón, Recalde o Azaola no son tan vascos como Arzallus, Monzón, Letamendía o Apalategui.

Y es que hay que llevar al ánimo de la opinión que los vascos, como cualquier otro pueblo, se definen por una ainplia diversidad en su comportamiento social y político. Es más, la pluralidad es la constante histórica de la evolución política contemporánea del País Vasco. Nada sería más amargamente injusto para quienes allí han asumido la pesada carga de defender la paz y la libertad que se les pagase con la incomprensión y el silencio. Y nada sería políticamente más desacertado.

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