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Tribuna
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Ciencia y ruptura democrática

Como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, tampoco la ruptura, es decir, un cambio radical en sus metas y organización, y en su equipo dirigente, ha llegado a producirse en la política científica, como denunciaba no hace mucho tiempo Julián Salas, al proclamar la Necesidad de una ruptura en la política científica desde la Tribuna libre de EL PAÍS (7-I-79). Por el contrario, quizá nunca hayan sido mayores la desorientación, apatía y sensación de interinidad sin perspectiva que reinan en la esfera de la investigación científica.Lejos de tratarse de un hecho casual restringido a este sector, lo que está pasando, tanto en la política científica como en la universitaria, sólo puede ser entendido en el marco de la estrategia conjunta de desmovilización democrática de los movimientos renovadores de base, plasmada y ejecutada, a trancas y barrancas, por los aprendices de brujo de la transición, que una vez exorcizados los fantasmas del franquismo, pretenden que bajo las nuevas máscaras sigan reinando los viejos rostros y usos de siempre.

En el río estancado y a la vez, de forma paradójica, revuelto de la transición se está ensayando una hábil táctica de desguace consistente en preservar lo fundamental de las viejas estructuras, desembarazándose o debilitando en ellas todo lo nuevo, que ha surgido precisamente durante las luchas finales contra el agonizante franquismo (los MIR en la Sanidad, los PNN en la Universidad, el movimiento de investigadores y ayudantes jóvenes ...).

Pero la hora de la renovación, tras el 1 de marzo, no va a poder seguir aplazándose y por eso está surgiendo en el propio ámbito de la propia política científica una cierta polémica sobre qué es lo que hay que renovar, qué es lo que hay que desguazar y quiénes constituyen realmente las fuerzas renovadoras.

La polémica actual

En el centro de la actual polémica sobre la reorganización de la investigación científica en nuestro país se encuentra, sin duda, el destino y la renovación de ese «iIustre y paradójico armatoste», como hace poco lo calificó públicamente el rector de la Universidad Complutense, Angel Vián (EL PAÍS, 1-II-79), que es el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Pero también en determinados planteamientos de la necesaria y urgente reforma del CSIC parecen estarse produciendo ciertos engañados efectos ópticos que tienden a desplazar y sustituir las cuestiones básicas y los puntos neurálgicos de la reforma por falsos problemas: se trata de planteamientos que, dejando intactas las estructuras que básicamente se oponen a la renovación, no responden, en el fondo, más que a las tradicionales luchas por la redistribución del poder, sin cambiar sus formas, dentro del bloque oligárquico dominante en la esfera conjunta de la enseñanza y de la investigación superiores.

Un planteamiento de este tipo, latente en algunas declaraciones y actitudes, es el de concebir y presentar al CSIC como una organización competitiva y económicamente parasitaria de la propia creatividad científica de la Universidad, de cuyo escaso desarrollo en el campo de la investigación sería responsable por el simple hecho de su existencia. Formulado en términos simples, este planteamiento se resumiría en la idea, economicista, de que el CSIC «ni investiga (dada su propia esterilidad) ni deja investigar a la Universidad, porque le arrebata una parte de sus fondos propios (de la Universidad) para la investigación».

En primer lugar, si bien racionalizada por la argumentación del posible paralelismo, duplicación y dispersión de esfuerzos en un país de recursos muy escasos, etcétera, tal idea no pasa de ser una pobre idea, característica de las situaciones de miseria, y del espíritu contable burgués, del «aquí no hay para todos», que no supera el nivel presupuestario y que se resuelve de forma canibalística y maniquea: uno de los dos hijos -el mejor, por supuesto- sólo puede engordar si recibe todo el alimento, y acaba, al final, comiéndose también al otro.

Pero, sobre todo, partir de una abstracción y radical diferenciación entre la Universidad, al parecer ya sin problemas ni necesidades de reforma, y el CSIC, árbol caduco destinado a desaparecer, constituye una mixtificación que no puede llevar más que a confundir los términos de la cuestión, al servicio de una estrategia de desmovilización democrática: la Universidad, esta Universidad, y el CSIC no son, ambos, más que distintas expresiones de una misma estructura burocrática de poder, que tiene su vértice en el despotismo ministerial y sus agentes en los cuerpos de altos funcionarios privilegiados, sean catedráticos o profesores de investigación, de los que han venido surgiendo los más conspicuos representantes y administradores de esta misma concepción autoritaria, verticalista y casi estamental de la organización de la investigación.

En particular, los núcleos dirigentes, más activos y politizados, en el peor de los sentidos, de estos cuerpos, reclutados en su mayor parte por cooptación, por relaciones de fidelidad y semejanza, a lo largo de la dilatadísima época franquista, se han caracterizado, además, por el don de su ubicuidad, encontrándose indistintamente situados, previa discrecional digitación ministerial, bien en unas ocasiones al frente de la política universitaria, bien, en otras, al frente de la política científica, pasando de ser rectores de la Univeridad a presidentes o secretarios del CSIC, o de ser directores de un instituto del CSIC a ser decanos de una facultad universitairia.

En estas condiciones, la integración o asimilación, sin más, del CSIC en las actuales estructuras de la Universidad no conduciría probablemente más que a cambiar una forma de burocratización oligárquica por otra, aumentando el grado ya notable de desorganización existente en ambas, pero sin atacar el problema de fondo de cambiar precisamente las causas de su común degeneración burocrática.

Aumento de la creatividad científica

En realidad la reforma de la organización de la investigación no puede ser disociada de la reforma de la Universidad y ambas reformas tampoco pueden ser disociadas de un cambio sustancial en su mutua articulación y complementariedad, que pasa por una revitalización de ese «torpe y desganado planteamiento de las relaciones entre la Universidad y el CSIC», que señalaba Laín desde estas mismas páginas hace sólo unos días (EL PAÍS, 6-II-79), fruto quizá de ese mismo espíritu de monopolio burocrático, tan característico del personalismo académico que ve por todas partes competencias, paralelismos e intrusismos, en lugar de posibilidades de cooperación.

Desde el punto de vista sustantivo, la cuestión radical de estas reformas no es la secundaria y organizada de cómo repartirse el presupuesto, sino, supuesta la existencia -como de hecho ocurre en muchos países desarrollados- de una organización semejante al CSIC, la de renovar de forma conjunta y racional las estructuras del CSIC y de la Universidad en función de un aumento de la creatividad científica en el mayor número de ámbitos posible. Lo que implica en este momento una concepción pluralista y democrática de la investigación como trabajo en equipo, con sus conflictos inevitables, pero con el estímulo y la renovación del entusiasmo que provocan todas las difusiones de poder, rompiendo en todas partes con las concepciones autoritarias, verticalistas y monopolizadoras de la investigación, y con toda una serie de viejos usos a ellas vinculados. Nada se cambia de un día a otro, ni en cuestión tan compleja y sutil como la de la creatividad científica. Existen, claro está, fórmulas mágicas, pero, si se pretende, con modestia y realismo, que algo vaya cambiando en el mundo de la ciencia y de la Universidad, hay que empezar por reducir al máximo todas las concentraciones y desviaciones burocráticas del poder. Y desde un punto de vista político, es tal la tarea de necesaria ruptura, a la que se refería Julián de Salas en estas mismas páginas, que sólo, está al alcance de los movimientos democráticos que tanto en la Universidad como en el propio CSIC encaman la nueva generación de investigadores que se encuentra en los límites de la treintena. Porque, sin pretender idealizar a esta nueva generación, de la que quien esto escribe se encuentra ya -¡ay!- bastante distante, estos jóvenes han acudido precisamente en la época de las masas, y están aprendiendo a considerarse a sí mismos simplemente como trabajadores de la enseñanza y de la investigación.

En este sentido, bajo el «ampuloso follaje del árbol emblemático del CSIC», sobre el que justamente ironizaba Pedro Laín, corre una savia nueva: la del bloque de colaboradores, personal contratado, ayudantes de investigación y becarios que, por interés de clase y de generación, están embarcados en la tarea de democratizar y revitalizar sus propios institutos.

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