Carta a un militar
Me atrevo a escribir a usted sin conocerle. De usted sé tan sólo, porque leí la frase en un periódico provinciano, que «tuvo que morderse los labios para contener la rabia» cuando oyó la noticia del asesinato del gobernador militar de Madrid. Y puesto que mi personal indignación no anduvo muy a la zaga de la suya aprovecharé esta coincidencia para intercambiar con usted algunas reflexiones sobre la actual situación de nuestra patria.Le hablo desde mi campo, ese que con palabra que no me gusta, y que por añadidura suele ser pronunciada con cierto retintín, llaman a veces «la intelectualidad»; y quiero hacerlo porque es en mí honda y vieja la convicción de que mientras los de mi campo y los del suyo, la milicia, no se entiendan satisfactoriamente entre sí -satisfactoriamente, digo; nada de un nuevo y oportunista «discurso dé las armas y las letras»-, no andará como es debido este viejo y renqueante país nuestro. No, no me olvido de que hay otros importantísimos dominios de la vida nacional con los que ustedes y nosotros, sin dejar cada cual de: ser lo que por naturaleza es, debemos entendernos: el trabajo y la Iglesia a la cabeza de ellos. Pero pienso que lo medularmente decisivo, si se me admite tal expresión, es la buena relación entre el mundo intelectual y el militar. No es capricho egocéntrico pensar así. ¿Acaso los hábitos psicológicos más centrales de nuestros respectivos oficios -la disciplina a toda costa y un libre dar vueltas a las cosas para conocer su verdad- no son, entre todos los que operan en el cuerpo social, los entre sí más distintos? Y el buen orden de la vida civil, la regla que en nuestra convivencia todos debiéramos cumplir, todos: militares, intelectuales, trabajadores y curas, ¿no consiste acaso en un adecuado compromiso entre la regla de ustedes y la nuestra?
Pues bien: dando vueltas a la cosa de que ahora se trata, el destino inmediato de nuestra patria, entiendo que no podrá progresarse con seriedad en el discurso sin aceptar como válidos algunos asertos previos. Permítame que, como Unamuno diría, los enuncie notariescamente; no es mala práctica, si uno no quiere andar por las ramas . Dos veo yo en primer término. Primero. En toda situación histórica hay líneas maestras, aquellas por las que la humanidad avanza eficazmente hacia el futuro -aunque éste, luego, vaya modulándolas en forma imprevisible-, y vías muertas, caminos laterales que sólo conducen a una vida colectiva excéntrica, pintoresca e ineficaz. Segundo. Después de la total y definitiva derrota del Eje en 1945 -y antes, para los que sabían ver con lucidez la marcha de los tiempos-, esas líneas maestras son dos y no más que dos: la que entiende la democracia desde la libertad (el mundo occidental) y la que la entiende desde el socialismo (el mundo marxista-leninista). Sólo en el marcó de la dialéctica que entre esas dos actitudes se establece puede hoy vivirse en la historia con la perspectiva de un futuro que no sea excéntrico, pintoresco e ineficaz.
Tal vez me objete usted -y si usted no lo hace, otros lo harán- que allá por los felices años veinte un señor llamado Benito Mussolini inventó un sistema político que trataba de superar la antinomía entre la pura democracia liberal y la pura democracia socialista; sistema que otro señor llamado Adolfo Hitler adoptó a su modo en su país y que en España dio lugar a un movimiento con la misma pretensión básica. Cierto, y nadie con menos autoridad que yo para negar el derecho a tal objeción. Pero veamos los resultados. Italia: una rivoluzione que no lo fue, aunque saneara el agro pontino, un impero de opereta, la república de Saló, el descrédito, y vuelta a empezar, por lo que no débiera haberse derribado. Alemania: gigantescas victorias militares, un crepúsculo de los dioses con millones de muertos, campos de gas y ruinas apocalípticas, una gran cultura herida en el corazón y, como en Italia, vuelta a empezar por lo que antes había. España: el «sistema superador» como mera cobertura de la más pragmática de las autocracias, un aplastamiento del vencido de que nunca nos arrepentiremos bastante, un notable progreso material y técnico que hubiera podido conseguirse de otro modo y a menos precio, un considerable deterioró de la moral civil, una cultura mal repuesta de las graves heridas que le infligió nuestra guerra, y una variada y extensa colección de cuentas corrientes en la banca suiza; y, al final, un pueblo que, tan pronto como ha podido expresarse libremente, en su inmensa mayoría ha dicho «no» al recuerdo del régimen que afirmaba liberarle y salvarle. Después de esta trina experiencia, ¿cabrá negar que las líneas maestras de la historia son hoy las dos que antes indiqué?
Podrá usted añadir, y acaso lo haga, que cuando en un país se agudiza el desorden interno, lo más aconsejable es el «cirujano de hierro» que a fines del siglo pasado para España preconizaron Costa y otros: el hombre o el equipo de hombres que impongan a todos orden y disciplina. Pero después de la experiencia de tantos países hispánicos, yo me pregunto si los «cirujanos de hierro» acaban resolviendo de veras los problemas nacionales, y luego pregunto a quienes los propugnan si a los regímenes ferreo-quirúrgicos no les es esencial dejar tras de sí un problema de tránsito a la normalidad para el cual la frase célebre «Después de mí, el diluvio», parece ser la más idónea definición. Orden y disciplina; excelente consigna, a condición de que los derechos humanos -seré un ingenuo, pero los creo ineludibles- no perezcan en la faena de imponerla. Orden y, disciplina, sí. ¿Los garantiza, sin embargo, el imperio de la «cirugía de hierro»? ¿Puedo olvidar que la voladura del Dodge de Carrero Blanco y la atrocidad de la cervecería de Correos, para no citar sino esos dos granos de anís, acontecieron cuando esa consigna era la regla central de nuestra política?
Es verdad: el terrorismo indigna y perturba, y -sin perder los nervios- cuanto antes hay que acabar con él; pero no olvidemos los dos hechos que acabo de mencionar. Es verdad: en estos meses de delicada transición hacia una política verdaderamente constitucional y democrática, acaso sea demasiado alto el número de huelgas y demasiado bajo el celo para el trabajo; pero preguntémonos si alguno de los españoles económicamente bien situados ha alterado un ápice el tenor de su vida. Es verdad: subleva oír que Euskadi lleva 140 años bajo la bota de Madrid, cuando lo cierto es que sin Madrid, quiero decir, sin el resto de España, no hubiera sido posible lo mucho que en el orden industrial y en el orden cultural -unos cuantos nombres: Unamuno, Achúcarro, Madinaveitia, Baro ja, Usandizaga, Guridi, Zuloaga, los Zubiaurre, Zaragueta, Zubiri, Urgoiti, Chávarri, Ibarra, los Otamendi...- todos debemos al País Vasco; pero la respuesta no debe ser el silencio forzado de quien así habla, sino una política en cuya virtud la gran mayoría de Euskadi siga diciendo «sí» a su vinculación con Madrid, esta vituperada e imprescindible «capital del Estado». Verdad son muchas cosas, cierto, y verdad son también, creo yo, los «peros» que tras la enunciación de ellas hay que proclamar.
Entonces, ¿qué debemos hacer usted y yo, usted en su campo, la milicia, yo en el mío, la vida intelectual? Líbreme Dios de constituirme en dómine de nadie. Yo sé muy bien, eso sí, cuál es mi deber en la vida pública: trabajar en lo mío lo mejor que pueda, lograr, por tanto, que el resultado de mi labor sea presentable en cualquier parte, y predicar oportuna e importunamente a quienes me lean y me oigan el deber de la mutua aceptación, la decencia civil y el trabajo serio y calificado. Usted, ustedes... Esto no más les diría: que sigan siendo excelentes militares en el ejercicio de su noble profesión, que continúen mirando con vigilante y serena comprensión este regreso de España al verdadero camino de la historia y que cuando oigan gritar por la calle «¡El Ejército, al poder!» consideren y reconsideren los hechos y las reflexiones que antes apunté. Algo más quiero repetir, para acabar mi carta: que nuestro país no será lo que puede y debe ser mientras ustedes, los maestros de la disciplina, y nosotros, los que vivimos dando vueltas a las cosas para conocer su verdad, no nos entendamos de veras.
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