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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Richard Lindner

No hace tanto tiempo desde que Richard Lindner era tan sólo un hombre modesto en las monografías del pop, junto a otros amantes del atrezzo sadomasoquista a lo Allan Jones. Y, en cierto modo, bien estaba ese lugar marginal en los manuales para quien poco tenía que ver (y así se ocupaba de afirmarlo) con dicho movimiento. Existían, por supuesto, ciertas coincidencias iconográficas que favorecían la confusión, pero sólo cuando uno se hallaba dispuesto a omitir, tanto la trayectoria como la intención del artista germano. De hecho, pertenecería, más bien, a esa constelación de pintores (véase Balthus, Bacon, Hockney ... ) que han emprendido caminos particulares dentro de la figuración, sin que resulte posible asimilarlos con comodidad a ningún movimiento concreto.La propia historia de Lindner es ejemplar en este sentido. Habitual de los círculos artísticos en el Munich de los años veinte y en el exilio parisiense de los treinta, llegará a Estados Unidos en 1941 para obtener un cierto renombre como ilustrador. Pero su irrupción definitiva en el mundo de la pintura se dará, precisamente, en el Nueva York de los cincuenta, verdadero coto de caza entonces de la gran abstracción americana. Su relación con los expresionistas abstractos fue, sin embargo, más cordial de lo que después iba a ser la de éstos con la generación pop. Cierto es que muchos problemas de color o de construcción geométrica, sobre todo a partir de finales de los cincuenta, lo acercan a preocupaciones básicas de la abstracción y hacen más pequeño el abismo. Pero con todo es preciso no olvidar que Lindner es principalmente un cronista abocado hacia obsesiones muy concretas.

Richard Lindner

Sala CeliniBárbara de Braganza, 8

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Estas, aunque bastante diversas, podrían resumirse en la idea de un universo infantilizado. Caben aquí los ridículos académicos de sus primeros lienzos; caben también Luis II de Baviera y el niño con su juguete-máquina que fascinara a Deleuze. Todo pertenece a la esfera del juego, ya sea que se concrete en el naipe y la diana o en los artilugios sadomasoquistas. Cada personaje (la niña, el macarra, la puta) participa en ese festival obsceno siempre a través de un medio ortopédico, real o figurado en el mero aparato vestimental.

Para Lindner, todas esas imágenes componen un fresco de la «gran aventura» que resultó ser Nueva York. El carácter despiadado (y fascinado) de tal visión del mundo americano vendría dado merced a la perspectiva que le confería su condición de extranjero. Como Steimberg, judío inmigrado también, y amigo retratado en el magnífico The meeting, el camino de la ilustración había aguzado en él el don de la crónica gráfica de una metrópoli que excedía en mucho el sueño de Thea von Harbou. Más pintor que el dibujante rumano, Lindner convirtió esa crónica en uno de los momentos cumbres de la figuración de nuestro tiempo, momento que componía lo que Hubert Martin ha llamado «la heráldica de la vida sexual en la era industrial».

La exposición que motiva esta pequeña crónica tiene el mérito mayor de ser la primera que ofrece (que yo sepa) obra de Richard Lindner en nuestro país. Se trata, tan sólo, de una colección de litografías que se limitan a traducir de una forma «bastante mecánica» el repertorio formal de los lienzos y dibujos del artista.

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