Infantilismo y presunción (versión AP)
Tras su desastroso debut con El último guateque, Juan José Porto se supera y se define con El hombre que yo quiero, su segundo largometraje. Se trata de una película donde no hay nada nuevo, todo nos suena a oído, a visto. Desde el tema musical, plagiado descaradamente del tema central de Verano del 42, de Michel Legrand, hasta su argumento, que continuamente nos remite a Asignatura pendiente o a El último guateque.Como en El último guateque, la aventura narrada por Porto acaba con una vuelta a la normalidad, al hogar. El adulterio es utilizado para, finalmente, acabar haciendo un canto al matrimonio y al conformismo. Para reforzar una trama central insípida, Porto recurre al viejo y sobado truco clásico de colocar dos personajes secundarios -amigo del chico y chacha de la chica-, que ofrecen un contrapunto humorístico de lo más fácil. Antonio Gamero es utilizado por Porto para repetir el personaje que ya hacía en Colorín, colorado y en Asignatura pendiente, sólo que con bastante menos fortuna.
El hombre que yo quiero
Director: Juan José Porto. Guión: Juan José Porto y Antonio Fos. MIguel Mila. Música: Jesús Gluck.Intérpretes: Arturo Fernández, María Luisa San José, Antonio Gamero, Mari Carmen Prendes, Isabel Mestre y Vicente Parra. Española, 1978. Locales de estreno: Callao y Vergara.
Imperdonable bodrio
Pero donde más revela su incoherencia El hombre que yo quiero es en la construcción (?) del personaje central, que interpreta Arturo Fernández. A través de un médico famoso que abandona a su familia porque le asfixia Madrid para retornar a su Granada natal y allí revivir sus traumas adolescentes, Porto desarrolla un catálogo de todas las mezquindades y obsesiones pequeño-burguesas que se diría le atormentan.Un personaje que reniega de los demócratas de última hora -chaqueteros-, vota a la derecha, tiene veleidades literarias y ecologistas, lee el Abc, recomienda el aborto y practica el adulterio, uno no sabe si tomarlo como un delirio surrealista o como la particular forma de Porto de entender la complejidad de la existencia humana. Pero quizá lo más divertido de este imperdonable bodrio sea ver el denodado esfuerzo con que el señor Porto juega a la puesta en escena, todo un espectáculo.
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