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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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La muerte en casa

Llego al periódico y Angelito Harguindey me sube a la planta cuarta para ver la muerte en casa, la habitación del crimen, ese espacio interior de sangre y ruina, al que llamo interior no sólo porque no tenga ventanas a la calle, sino porque me es ya interior, lo llevo dentro.La muerte en casa, la muerte en el periódico, me deja hueco por dentro, como deja siempre la muerte (tantas veces ha pasado y se ha paseado por mí), y ese hueco toma la forma de este cuarto subalterno. Desde que he visto el cuarto. estoy lleno por dentro, estoy vacío por dentro de ese cuarto, soy un cuarto, interior con sangre, cal destruida y una callada mujer que friega el crimen.

Grises habitaciones subalternas en que yo he trabajado muchos años soñando que me estallase entre las manos el paquete celeste de la gloria, la bomba de los éxitos. Pepe, Pepe Blanco, el motorista, está aquí con Alfonso, los dos con traje entero, porque ser pueblo es eso: vestirse de domingo como luto y respeto por la muerte o el dolor de un compañero.

Conozco bien a Pepe. Pepe ha llorado hoy, está llorando. Pepe, lineal de corazón, zigzagueante con su vespa, está llorando de dolor y de solidaridad. Está llorando, sobre todo, de rabia, de impotencia, porque él es hombre de encuentros y desencuentros y saldría corriendo por Madrid ahora mismo, si le dejasen en su vespa vieja, a la busca y captura de los asesinos.

Yo no sé, no sé nada, pero pienso que el serial de Atocha, el eficaz serial de mi querida Rosa, puede haber motivado esta respuesta. Yo no sé, digo yo, yo no sé nada. Hay que racionalizar un poco el odio ciego de los odiadores para quedarse un poco en paz con uno mismo. No se resigna un periódico, no se resigna un periodista, un profesional de la explicación, a la bomba criminal e inexplicable. Hay razones generales en la vida española -sinrazones- que exponen de sobra la lógica del crimen.

Pero concéntrica a ellas, interior, hay siempre una motivación subjetiva, personal. Lo que no nos van a decir los asesinos (sería descubrir su juego, un amplio y liado mus nacional o nacionalista) es la sinrazón verdadera de esta bomba.

Juan Antonio Sampedro, treinta y tantos años, el español corriente que queremos salvar o que nos salve. La democracia es que los futboleros como Juan Antonio puedan ir al fútbol sin que Franco les bendiga desde arriba. Andrés Fraguas, diecinueve años, botones (yo también era botones a los diecinueve años), tiene, tenía un paraíso perdido y encontrado, su pueblo toledano. No hay otro paraíso terrenal ni celestial que el pueblo de uno, o el barrio de uno, para los que somos de ciudad, pueblo o barrio donde vivió el yo prelógico de siete años en felicidad completa, el niño-dios que somos cada uno a esa edad, según Juan Ramón Jiménez.

Carlos Barranco, de dieciocho años, vallecano y fornido. En realidad, tres generaciones españolas (aunque sean dos), tres variantes del español de hoy, del currante apolítico y vital: el hombre ya asentado que vive por delegación la épica del fútbol y los circuitos del Jarama, el adolescente tranquilo (dos adolescentes, Señor, en oficio de mártires de qué), hijo pródigo, proustiano y freudiano que sabe, sabía que el tiempo está detenido en su pueblo, porque, fuera del pueblo de uno, todo es crimen, violencia, política, engaño y muerte. Carlos Barranco, dieciocho años, el otro torso de la juventud española, la noble bastardía espiritual de los Cara de Plata, hermosos segundones del proletariado que quieren llegar balzacianamente a más en moto, como el protagonista de Sueiro y Bardem que vive mística vallecana de la velocidad y de las playas.

En la planta cuarta del periódico había un duelo por ellos, sin ellos, en ese desconcierto de los muebles funcionales que se han quedado sin función. Pepe Blanco llora vestido para nada de domingo. una señora friega casi religiosamente el crimen y yo sigo siendo por dentro, ahora que escribo, una habitación interior y subalterna, un cúbico vacío salpicado de muerte y juventud. Ese hueco me llenará por muchos días.

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