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Tribuna
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"Un pobre hombre habituado a las cosas simples"

La muerte de Juan Pablo I, tras poco más de treinta días de pontíficado, no puede exigir, naturalmente, una valoración del mismo, y ni siquiera de la personalidad del Pontífice, que en tan breve plazo no ha podido alcanzar aquel desarrollo y aquella plenitud del largo pontificado que se le auguraba.Por lo pronto, la elección del cardenal Luciani en un solo día de cónclave había sorprendido un poco a todo el mundo, y ello a pesar de que el cónclave en que fue elegido monseñor Roncalli ya podía habernos enseñado que lo que cabe esperar del anonimato o la «grisura» de un hombre no siempre es coincidente con lo que sería racional y lógico de esperar. En aquel cónclave de Juan XXIII, por ejemplo, un obispo francés de gran inteligencia lloró al saber que el nuevo Papa era, «un tal Roncalli», el viejo nuncio de París que decía «Teilhard de Chapardin» en vez,de «Teilhard de Chardin» ante un congreso de intelectuales, o les hablaba del buen vino de su tierra, que desesperaba al arzobispo de París, cardenal Suhard, en cada entrevista que con él tenía en la nunciatura, y que se prestó a liquidar la experiencia de los curas obreros, liquidación que para François Mauriac, por ejemplo -y puede pensarse lo que sentirían otros critianos situados más a la izquierda política y teológica- significó un tan gran trauma para su fe cristiana y, sobre todo, para su fe en la Iglesia. ¿Quién podría adivinar lo que más tarde representaría para esa misma Iglesia el papa Juan?

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Pontífice sencillo

Ahora, sin embargo, y a pesar de este singular precedente tan cercano, ante el resultado del cónclave en que Juan Pablo I fue elegido también, los unos no han acertado a decir sino que se trataba de un pastor de almas humilde y sencillo, o que poseía una amplia y acogedora sonrisa, y aludir, igualmente, a su encantadora familia campesina y pobre, prolífica y sana, con el aliciente, además, del padre socialista, y los otros no han acertado sino a recordar el pasado pastoral del cardenal Luciani, es decir, de un clérigo y un obispo tradicional, italiano mezclado incluso en los últimos combates clericopolíticos de estos años en Italia. Y, ciertamente, monseñor Luciani mostró siempre, sobre problemas como la libertad religiosa y el celibato, o el papel de los teólogos en la Iglesia, ideas que, como poco, pueden calificarse de tradicionales y, quizá, no de la mejor tradición, precisamente. Fue discípulo de monseñor Ottavíani, y ensenó en el seminario la teología romana tradicional, así como trató de defender siempre la vigencia de los viejos cánones, incluso en asuntos como las ropas talares.

A más de un observador le vino entonces a la memoria un paralelo con Pío X, de la misma extracción familiar, de la misma educación exclusivamente clerical y romana, de la misma preocupación catequética y la misma profunda piedad y, asimismo, patriarca de Venecia: el Papa del antimodernismo que, por su incomprensión de este movimiento en sus inicios y, luego, por su indiscriminada condena, liquidó la teología católica para cien años al rnenos. ¿Cómo serían, en efecto, posible un Barth o un Bultman católícos después de aquella reacción contra la inteligencia y aquella puerta herméticamente cerrada ante las interrogaciones y elemandas del mundo moderno? La pregunta se, la hizo el P. Congart en los difíciles años cincuenta del pontificado de Pío XII, en que todo aquello volvió a resurgir, y ahí está sin aclararse todavía. ¿Significaba, entonces, una vuelta a las andadas la elección del cardenal Luciani?

Pero el cardenal Luciani nos evocaba también, y sobre todo, a monseñor Roncalli, ya digo. Aunque por mucho que se haya querido hacer de él una especie de sólo un buen cura intensamente religioso, no cabía olvidar que hizo su tesis doctoral sobre Rosmini y ha escrito una serie de cartas en un pequeño periódico de su archidíócesis, que, dejando de lado su intención pedagógica religiosa y el deliberado tono de sencillez exigido por esa intencionalidad indican como poco una apertura hacia el mundo de la cultura y de lo conflictivo social, político y religioso que nos muestran a su autor como hombre de este tiempo. Entre esas cartas, hay una dirigida a monseñor Dupanloup, el arzobispo de París que hizo todo lo posible -y lo logró en gran parte- para amortiguar el terrible impacto del «syllabus» en la sociedad de su tiempo: Juan Pablo I confesó que el Vaticano II había significado, en este sentido, un cambio radical para él, un giro en el entendimiento de la libertad religiosa del mundo moderno. «Durante años -dijo- yo había enseñado la tesis que había aprendido en el curso de Derecho público dado por el cardenal Ottaviani, y según la cual sólo la verdad tiene derechos, pero se me convenció de mi error.»

¿Cuántas otras antiguas posturas no podría rectificar Juan Pablo I desde la altura del pontificado? ¿Acaso en el propio Pablo VI era siempre reconocible el antiguo encantador sustituto de la Secretaría de Estado, con su Verlaine o su Pascal en el bolsillo, y, aunque todavía los hubiera, en las largas, tediosas ceremonias vaticanas?

Cuando fue nombrado obispo, monseñor Luciani dijo: «Yo no soy más que un pobre hombre habituado a cosas simples y al silencío.» Parecían palabras de otro Papa de muy breve pontificado también: Celestino V, que era sólo «un pobre cristiano», como lo definió Ignacio Silone, el escritor muerto sólo seis días antes de la elección de Juan Pablo I; y nunca sabremos si estas inquietantes coincidencias, tienen más sentido del que a primera vista podemos darles, porque el pueblo cristiano bien parece haberse reconocido ya perfectamente en este Papa que acaba de morir, y cuya labor sería consolidar y recapitular los graves, profundos acaeceres de los dos últimos pontificados. Su intención de potenciar la colegialidad que su sucesor retomara significará para la Iglesia una transformación muy decisiva en su gobierno y en las responsabilidades del mismo. No es algo irrelevante, precisamente.

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