Los argentinos
En el pasado julio, el argentino Alberto Adellach me dedicaba en Clarín, de Buenos Aires, una crónica escrita desde Madrid que, aparte naturales halagos, tenía para mí -y tiene- tres cosas fundamentales: una frase de Cortázar, -una caricatura genial y una valentía astuta, una valiente astucia para hablarles a los argentinos de sí mismos haciendo como que se les habla de otra cosa.Hoy me escribe Adellach, desde aquí, desde Madrid: «Estoy totalmente prohibido en los medios oficiales de difusión de mi país y, por cautelas transitivas, lo estaba también en los no, oficiales.» No le conozco, pero evidentemente es un periodista y escribe bien. Parece que entre Clarín, él y yo hemos burlado un rato las escuchas de Videla, del que dicen que lleva gorra alta para meter dentro un micrófono.
Como unas cosas traen otras, ahora resulta que me invitan a colaborar en Clarín. Habrán pensado, quizá, que si uno era capaz de disfrazarse de almendro alicantino para decirle cuatro cosas a Franco (tampoco muchas) y de vez en cuando una palabra más alta que otra, a lo mejor también es uno capaz de vestirse de caballo de gaucho, de comportarse como bastón de Borges, o tomar la forma volandera del sombrero de Evaristo Carriego, o la color patriótica del mate, para gastarle bromas a Videla.
Adellach concluye su oferta con una frase muy hermosa:
-Algún día se comprobará que nunca existió una Argentina de Videla.
Tampoco existió nunca una España de Franco, Adellach, hermano, ché, porque yo te diré, vos sabés, que todos hacíamos como que hacíamos, pero nadie hacía .nada de verdad.
Clarín es en estos momentos el periódico de mayor venta en Argentina. Responde a la línea del desarrollismo económico auspiciada por Rogelio Frigerio y por el ex Frondizi. Y hasta me habla de dinero el Adellach, vos ves.
Pero ¿qué tengo que decirles yo a los argentinos? Mi palabra se le vanta de la calle, es la pedrada oblicua contra la cristalera del mi nistro, es el verso esquinero que no mata, pero asusta. Yo nunca trato de las grandes cosas. Yo veo la dic tadura en un tazón mellado y la falsa democracia en la hebilla del pie de un cardenal, aquí en España.
Argentinos, hermanos, hospicianos como nosotros, tantos años, en el colegio negro del cesarismo. Mucho más que el idioma, del que habéis hecho otro mar con otros capitanes, nos hermana la parte de los pobres. Yo no creo en lo mayúsculo, yo no hablo de abstracciones ni tratados, la Historía es la sucía política de antaño, la política es la Historia donde hoy fuman un puro los dictadores y los senadores.
Yo, gentes argentinas, mi querido Adellach, mi gran Cortázar, amante de los gatos como uno (lo que ah'ora tengo, Julio, no es un tigre de un mes, sino un mes de tigre. un breve mes de garras y cautela), yo veo la libertad en un raíl, yo miro la injusticia de mi España en ese niño bizco a quien nunca tomará de la mano la Unicef. Jamás miré a la cara al dictador, sino que hablé de su sable de baraja y sus obispos de tafetán y beso. Por eso me dejaban escribir, no se enteraban.
Y tendría que vivir vuestra Argentina, vuestra gran Argentina, vuestra Argentina argénlea que tanto amo en mujeres y en libros y en amigos, en Girondo, Carriego, Macedonio, en las inolvidables egresadas que hacían europeísmo aquí en Madrid, y también el amor, ya como de paso. Yo no quiero mirarle al dictador la cara, ni replicar en serio sus discursos de plomo y mar de ahogados. Ramón vio en el inmenso Buenos Aires una tiendecita que decía Seforran botones. Por estas cosas sacaría yo el hilillo de sangre de la víctima, el botón ya forrado de verdín y olvido, porque desapareció el que lo abrochaba. El fascismo es igual en todas partes. Deteriora las tazas cotidianas. Publicad esta crónica si os vale. No miréis al tirano sus mentiras. Miradle la verdad de su cogote. Hermanos, hospicianos que hablamos de lo mismo.
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