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José María Colom y el concurso "Paloma O'Shea"

Entre los posibles mapas culturales de nuestro tiempo, el de la Europa de concursos musicales se enriquece de día en día a través de un afán comunitario que nada sabe de Este y Oeste, de MC o de, Comecon. Se trata de una carta geográfica tan varia como totalizadora a cuyo puntual diseñador, el suizo André F. Marescotti, acaba de condecorar el Rey de España con la Cruz de Isabel la Católica.

Mucho se ha discutido sobre esta política de los concursos y aún se discutirá. No entro por ahora en la polémica, pero me parece innegable que tales competiciones sirven para el lanzamiento de valores que, de otra forma, habrían tenido ante sí un incierto camino. El que gracias a sucesivos premios, parece definitivamente abierto al pianista catalán José María Colom, ganador del primer Premio Paloma O'Shea, en Santander. Ha querido la suerte colocarme como jurado en tres de las diversas confrontaciones internacionales de las que Colom salió galardonado: Premio Beethoven, de Bruselas; Scriabin, de Oslo, y Paloma O'Shea, de la capital montañesa. El avance progresivo de este artista, en el que, desde el primer momento, se advertía una personalidad muy singularizada, llega ahora a una cima con un premio logrado en dura competencia con 35 concursantes provenientes de los más distintos países y entre los que se contaba, creo que por primera vez en Santander, una muy brillante participación soviética. Lo que quiere decir que el nivel del V Concurso Internacional de Plano Paloma O'Shea ha sido tan excelente como difícil y meticulosa la tarea de un jurado compuesto por once miembros, cuatro españoles y siete extranjeros.

Pulso y tono de la competición

Antes de seguir adelante quiero subrayar el pulso y el tono de este concurso, aportación de la sociedad santanderina a la vida musical de la ciudad y al panorama nacional e internacional del piano. Tono de exigencia, de señorío, de cordialísima humanidad; pulso de gran vibración popular, bien demostrado en la acogida que el Festival Internacional prestó a la prueba final con orquesta (en este caso la George Enesco, de Bucarest, dirigida por Ion Baicu). La plaza Porticada registró el mayor índice de asistencia y entusiasmo de todo el festival la noche de actuación de los cuatro finalistas: dos soviéticos -Ana, Manasarova y Andrei Diev-, un francés -Prederic Aguessy- y el español Colom. Salvo éste, que interpretó el concierto de Schumann, los demás ofreciero la más clara posibilidad de juicio al tocar el concierto primero de Chaikowski.

Este ambiente, creado por la fundadora del concurso, Paloma O'Shea, mantenido por un cuadro de colaboradores de excepción, que va desde quienes aportan los ocho premios restantes hasta el director del Conservatorio santanderino, Manuel Valcárcel, sin olvidar a quienes actúan como traductoras, presentadoras y hasta fotógrafas. La tónica antes aludida, nada elitista, «discreta, humanísima y sin ostentación», corno escribe el asesor Federico Sopeña, devuelve la verdad a un viejo y muchas veces trastocado concepto: el de «amadores» de música. Todo el concurso es una interminable teoría de diálogo y convivencia: con los participantes están los universitarios de la Magdalena y su rector, Indurain; los seguidores y amigos del festival, los críticos y comentaristas locales y nacionales, los componentes del tribunal y cuantos no encuentran tiempo suficiente para rodear de atenciones al concurso, a lo que es y significa.

Las personalidades,

Por eso, la frialdad de otras competiciones desaparece aquí. Yo diría que ese humanismo se refleja incluso en la manera de actuar de los concursantes: confiada, abierta, liberal. Así, pudimos conocer el encanto sonoro; la técnica anticipadamente madura de Diev, veintiañero, o de la Manasarova (veintitrés), claros exponentes de la espléndida escuela soviética; la fuerte vitalidad virtuosística de Aguessy, ejemplo de cómo la escuela francesa perdura en todos sus valores, o la imaginación y fantasía de nuestro Colom, formado en España y Francia para decidir, por su cuenta, una vía de expresión personalísima y fascinante. La importancia del repertorio, con obligada representación española (qué sensacional Serenata del Espectro la de Manasarova, qué mágico Albaicín el de Colom) da lugar a un conocimiento profundo de la personalidad de cada pianista. Los que, tras Colom, consiguieron los premios segundo y tercero (Familia Santos y Mira Marañón), o sea, el francés Aguessy y Ana Manasarova, serán muy pronto figuras relevantes. Dos dedicaciones a lo español suponen los premios Casanueva, uno de los cuales correspondió a la uruguayo-española María Teresa Berrueta y otro al mismo Colom. La coreana Chun-Myung Kim ganó el Premio Conservatorio; el búlgaro Krassimir Taskov, el Festival; el soviético Diev, el García de los Ríos, y la polaca Anna Jastrzebska, el Lavin Maraña. De todos y cada uno de los intérpretes podría decirse que de cuantos pasaron la prueba eliminatoria guardamos espléndidos recuerdos porque siempre hubo versiones de indudable calidad: bellas y frescas como las de la joven Ana María Guijarro; sólidas de medios y criterio, tal las del alemán Wetzinger, o tocadas de la luminosidad característica del italiano Bonatta o el afectuoso intimismo de la japonesa Akiko Sagara. Lo cierto es que pocas veces he sentido como ahora en Santander que las largas y continuas audiciones se convertían en experiencias musicales dotadas de atractivo cuando no de profundo interés.

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