Responsabilidades
LA COMPARECENCIA del ministro del Interior ante el Congreso, precedida por una reunión anterior del señor Martín Villa con los líderes de los grupos parlamentarios que forman la Junta de Portavoces, era, sin duda, una decisión animada por la buena voluntad y por el propósito de adecuar el comportamiento gubernamental a los tiempos democráticos. Y, sin embargo, se pueden abrigar serias dudas acerca de la adecuación entre los tímidos pasos dados ayer en la Cámara y la gravedad y trascendencia de la situación desencadenada el pasado sábado en Navarra por la incompetencia o la indisciplina de personas responsables de salvaguardar el orden público, que contribuyeron a alterarlo con consecuencias dramáticas.Los incidentes que se han venido jalonando en todo el País Vasco alcanzaron ayer una nueva cota dramática en San Sebastián, donde un joven perdía la vida casi en el mismo momento en que el señor Martín Villa pedía permiso al Congreso para presentar sus explicaciones por escrito, sin plazo establecido y en la Comisión del Interior de la Cámara, y los señores diputados aceptaban las razones y las peticiones del ministro. Hay motivos para pensar que no sólo el Gobierno, sino también los representantes de la soberanía popular han ido progresivamente perdiendo, en el ambiente cerrado y exclusivo de los palacios, los despachos y los comedores, ese mínimo de sensibilidad imprescindible para sintonizar con los estados de ánimo y de cólera de los ciudadanos en cuyo nombre administran o legislan. Porque, contra lo que blanda y eufemísticamente dice la resolución del Congreso, no estamos simplemente ante unos «tristes hechos que han ensangrentado unas fiestas populares», sino frente a la preocupante constatación de que nuestra democracia se halla amenazada no sólo desde fuera por los grupos terroristas, sino también desde dentro, por la permanencia en puestos de elevada responsabilidad de personas que confunden su obligación de perseguir y detener delincuentes con la arbitraria potestad para organizar progroms y para tomar decisiones que pudieron producir, en la plaza de toros de Pamplona, una auténtica massacre . El formulario pésame, mediante el que el Congreso «expresa su profundo sentimiento a las víctimas y sus familiares», parece ignorar que la tristeza, la indignación y la solidaridad no se circunscriben a los parientes de Germán Rodríguez -y de José Ignacio Barandiarán- o de los heridos en los incidentes del sábado, sino que se extiende a amplísimos sectores de un pueblo que ha sido víctima, desde hace más de cuarenta años, de represiones indiscriminadas y que contempla ahora cómo las transformaciones democráticas -reales y profundas, en contra de lo que afirma ETA- no pueden impedir, sin embargo, la repetición de esas tristes hazañas. En un momento como el actual, en que todos los esfuerzos parecen pocos para que una significativa mayoría del pueblo vasco refrende la Constitución (que cubre sobradamente los mínimos necesarios para la consolidación de la democracia y la creación de instituciones de autogobierno, pero que todavía es contemplada con reticencia no sólo por los grupúsculos abertzales, sino también por el PNV), las burocráticas fórmulas de condolencia, la ausencia de emoción en la descripción de los hechos, la cortés solicitud girada al Gobierno para recibir información y la sumisa invitación al ministro del Interior para que haga buena letra y no tarde demasiado en presentar sus deberes a la Comisión del Interior, no parecen las mejores tarjetas de visita para nuestros diputados.
Volviendo la vista atrás, cabe recordar la marimorena que organizó el pasado septiembre el Grupo Parlamentario Socialista porque uno de sus diputados había sido tratado desconsiderada mente por miembros de las fuerzas de orden público. ¿Acaso un Pleno solemne estaba más justificado por los coscorrones propinados al señor Blanco que por los sucesos de Pamplona? Y cuando, pasando del Congreso al Senado, se observa que ha sido denegado el suplicatorio para procesar a un senador por hechos en nada relacionados con la política y sucedidos antes de su elección, surgen serias dudas sobre la capacidad de nuestros parlamentarios para estar a la altura del mandato recibido. Lo de Pamplona merecía una respuesta política por parte del Gobierno y de las Cortes. Ni uno ni otra han sido capaces de darla. Una cosa es no querer contribuir a la pasión desestabilizadora y otra meter la cabeza debajo del ala ante hechos como éste. Si la democracia quiere ser fuerte, su policía debe ser respetada y debe respetar al poder político y a la condición cívica de los españoles. En cuanto a la intervención del señor Martín Villa, sólo cabe lamentar que la lentitud e ineficacia de sus servicios de información le impidan hacer una «exposición amplia y profunda» de lo sucedido, de forma tal que los señores diputados y la opinión pública sólo puedan enterarse por la prensa de la crónica de aquella sangrienta noche. Queda en el aire la promesa de suministrar, «en el plazo más breve posible», esa información detallada y completa; como también quedaron en el aire, en su día, los reiterados compromisos de explicar las matanzas de Vitoria y Montejurra -por un Gobierno en el que el señor Martín Villa desempeñaba la cartera de Relaciones Sindicales- y los sangrientos sucesos de Málaga y Tenerife -por un Gobierno en el que el señor Martín Villa era ya ministro del Interior-, sin que nunca llegaran a ser aclarados satisfactoriamente los hechos, ni a ser castigados los culpables.
Más comprensible es, en cambio, el silencio momentáneo del ministro del Interior respecto a las determinaciones que en relación con la política de orden público vaya a asumir el Gobierno. Es de suponer que el señor Martín Villa, que es el responsable político de los sucesos de Pamplona (y, por derivación, de los que pueda producir la campaña de solidaridad en todo el País Vasco), habrá presentado ya -aunque sólo sea de forma simbólica- su dimisión al presidente del Gobierno o habrá condicionado su permanencia en el cargo al castigo inmediato y público de los responsables materiales de esos acontecimientos. Porque supondría un salto hacia el pasado demasiado grave que la intervención de ayer fuera una simple argucia para ganar tiempo, esperar a que las heridas cicatricen y se calmen los ánimos, y seguir todos en sus puestos.
El Gobierno está emplazado ante la opinión pública no sólo para ofrecer una información detallada de lo ocurrido, sino también para sancionar a los culpables y tomar las medidas necesarias que hagan imposible la repetición de esos desmanes. Porque un Gobierno que no controla a su policía y no se atreve a tomar medidas al respecto es un cadáver viviente.
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