La revolución de la esperanza
Nuestro país está viviendo de manera reformista una auténtica ruptura con las instituciones del régimen franquista. La difícil redacción de la Constitución y el deseo de la mayoría de los sectores sociales de alcanzar en ella un acervo común básico de reglas del juego, neutrales o válidas para todos y no al servicio de los intereses de una clase, es una realidad innegable. Como jurista comprendo que el cambio de la norma fundamental es el primer paso para el cambio del resto del ordenamiento jurídico. Pero también es cierto que para cambiar el mundo y la vida de los hombres no basta con el cambio de las pautas de comportamiento jurídico, es necesario un cambio más radical de los valores más profundos que dan sentido y orientación última a la vida del hombre. Estamos en un momento trascendental para nuestra vida como comunidad, y también para nuestra vida individual, que debemos aprovechar para impulsar y profundizar el cambio, para adecuar los valores por los que vivimos, en definitiva para hacer una sociedad de hombres activos, responsables y críticos.La dificultad principal reside en la inercia que ha producido sin duda la dictadura en los últimos cuarenta años. A las dificultades normales de la sociedad del bienestar que dificulta o impide la hominización del ser para degradarnos en la alienación opulenta del tener y, del usar que alcanza a todas las clases sociales y que Marx no pudo prever, se han añadido las dificultades del franquismo, que han degradado las conciencias de los ciudadanos hasta extremos insospechados. Para superar esa situación no basta con un cambio o con una ruptura de las normas, es necesario un esfuerzo más radical en el que todos debemos participar y respecto del cual tienen especial responsabilidad el Estado, sobre todo en su faceta educadora y cultural; los partidos, los sindicatos, las asociaciones y todos los grupos que creen en el progreso. A esa auténtica revolución cultural la podemos llamar, siguiendo a Fromm, la revolución de la esperanza, porque de ella depende nuestro futuro integral como sociedad de hombres libres.
Diputado deI PSOE por Valladolid
Guión de Denne Bart Petitclerc, según la novela de Ernest Hemingway. Dirección: Franklin J. Shaffner. Fotografía: Tom Laughridge. Música: Jerry Goldsmith. Intérpretes: George G. Scott, David Meings, Gilbert Roland, Susan Tyrrell, Clair Bloom. EEUU. Dramática. 1976. Local de estreno: Palafox.
Muchas veces temo que todos estemos dedicados demasiado a lo inmediato y que olvidemos este trabajo a medio y largo plazo. La reflexión y la programación para aflorar ideas tendentes a convertir a los hombres en centros de actividad libre y consciente, como decía Marx, la superación de la rutina, la puesta en marcha de la imaginación creadora son necesarios desde hoy y suponen el programa humanista que la democracia naciente en nuestro país necesita para arraigar definitivamente. Si esos valores aflorados y asumidos por la mayoría de nuestros ciudadanos legitiman y dan sentido ético a las normas que estamos ahora creando, el derecho no será sólo obedecido propter iram (por el temor), sino propter conscientiam (por la libre asunción del mismo). Por eso este proyecto tiene que ser paralelo a la nueva Constitución y a la profunda reforma del ordenamiento jurídico.
Esta inmensa tarea no puede ser obra de un solo sector ni de una ideología concreta, sino que necesita de la colaboración de todos los demócratas, ni se puede demorar su iniciación porque incide en la implantación de la libertad, de la igualdad, de la justicia y del pluralismo político, valores que se propugnan en el artículo primero de la Constitución.
El esfuerzo y la movilización que eso supone dejará en segundo término polémicas inútiles, a mi juicio, como la que se ha producido sobre el marxismo del Partido Socialista Obrero Español (que es una polémica sin sentido porque todo socialista es marxista, pero no sólo marxista, al cabo de cien años de revisiones sucesivas, y muchas veces contradictorias del pensamiento de Marx). Probablemente Marx en 1978 hubiera preconizado también este esfuerzo revolucionario, aunque en él puedan concurrir hombres y sectores no vinculados al pensamiento socialista, sino también liberal progresista, humanista cristiano, etcétera. Ese debe de ser, a mi juicio, el gran papel del socialismo democrático animado en su pensamiento, pero, sobre todo, en su praxis por el método y la innovadora presencia intelectual de Marx: convertirse en el núcleo central y el impulsor de la revolución de la esperanza.
Todos los partidos, sindicatos, etcétera, sin abandonar, por supuesto, sus tareas específicas, deben dedicar a sus hombres y a sus instituciones de formación a colaborar en esta tarea y deben presionar a los poderes públicos para que la incluyan en la educación a todos los niveles.
La revolución de la esperanza superará a un reformismo inseguro, cansado y que se ha instalado y asumido los errores profundos de la sociedad del bienestar y que sólo quiere mejorar, sin superar esa imagen del hombre como centro del consumo. También superará un radicalismo falsamente revolucionario y violento que pretende incorporar a la historia secularizándolo, el concepto cristiano de redención.
La revolución de la esperanza tiene que acabar con los ídolos conformistas y aseguradores de todas las ideologías, incluyendo la marxista, que pueden ser el tranquilizante para muchos hombres de nuestro tiempo que, trasladando la idea consumista a la inteligencia, quieren, como en un mercado, comprar un pensamiento que les evite pensar por sí mismos.
La revolución de la esperanza tiene que superar la destructividad, la violencia y el odio de individuos y sectores sociales que se sienten marginados ofreciendo un modelo de orden social, político, económico y cultural atractivo y posible para ellos. Como dice Fromm, «cuando hemos renunciado a toda esperanza hemos atravesado las puertas del infierno, sepámoslo o no, y hemos dejado atrás nuestra propia humanidad... ». La variedad psíquica y ética, la desesperación, la irracionalidad, la autodestrucción y el odio a la vida nunca pueden ser virtudes auténticamente revolucionarias porque toda revolución, como dice Bloch, se funda en el principio esperanza.
Por la revolución de la esperanza se rechazará y se marginará el fanatismo, patología enfermiza de la creencia en la propia verdad y fundamento del totalitarismo, y se reconstruirá la tolerancia y el respeto a los demás y la creencia de que lo que nosotros consideramos verdad puede ser alcanzado libremente por los resortes éticos e intelectuales de los demás.
En definitiva, por la revolución de la esperanza se volverá a la antropología del amar y del conocer la verdad, fundamentos de la ética de los hombres libres, que es la ética de la democracia.
El proyecto exige un cambio de talante en los grupos que deben impulsarlo, y una dedicación de esfuerzos humanos y económicos considerable. Pienso, en el nivel del Partido Socialista Obrero Español, que la Fundación Pablo Iglesias puede, con el apoyo de la Ejecutiva Federal y de todas las organizaciones del partido, iniciar en el marco de su universidad popular este trabajo. Si esta universidad popular funciona puede ser la Institución Libre de Enseñanza de nuestro tiempo con un planteamiento socialista democrático. Respecto de los demás grupos, no me compete a mí indicar los cauces para colaborar en la revolución de la esperanza. Sólo es necesario estimularles para que tomen sus propias responsabilidades.
En cuanto a los intelectuales independientes, también pueden responsablemente colaborar en la empresa. Muchos llevan ya años colaborando como francotiradores en la crítica de nuestra sociedad, y hay que reconocer que han sido, como José Luis L. Aranguren, un ejemplo para todos.
Pero estoy seguro de que un trabajo de manera más comunitaria les daría mayor responsabilidad. A veces su individualismo da cierta sensación de irresponsabilidad. Cuando hablan de los juegos que otros hacemos, como en el trabajo constitucional, al que se ha referido desde estas páginas Aranguren, también ellos juegan, cayendo en los mismos vicios que denuncian. No les vendría mal enfrentarse con alguna responsabilidad como esta, por otra parte acorde con el talante del intelectual, de participar en los esfuerzos para hacer posible la revolución de la esperanza.
No se trata de defender valores que consideramos amenazados, porque, como dice el juez Hand, «haciendo uso de nuestras creencias como defensa, podemos estar en peligro de destruir su fundamento y de abandonar sus postulados». La revolución de la esperanza es incompatible con posiciones conservadoras tradicionalmente vinculadas a la derecha. Es el camino para descubrir los valores y aflorar las ideas que hacen la vida del hombre digna de ser vivida, en la tradición de una antropología realista y esperanzada. Es, en fin, el único camino para el proceso de la democracia y del socialismo.
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