Un signo de los tiempos
EL ASCENSO al generalato del primer jefe del Ejército que, por razones de edad, no llegó a empuñar las armas durante la guerra civil es un signo de los tiempos y un recordatorio de que la cicatrización definitiva de las dolorosas heridas abiertas entonces en la comunidad española sólo podrá ser el resultado de la inevitable renovación generacional de nuestro país en todos los ámbitos e instituciones.A este respecto, conviene recordar que, en realidad, no es el general Urrutia Gracia el primer miembro de las Fuerzas Armadas sin experiencia directa en la guerra civil que llega a tan altas responsabilidades de mando; porque el capitán general de las Fuerzas Armadas, que hizo sus cursos en las academias de Tierra, Mar y Aire, tampoco tuvo que pasar por la dolorosa vivencia de una lucha entre hermanos.
La noticia puede servir, también, para reflexionar sobre lo que puede pedirse, sin esfuerzos sobrehumanos, a quienes tienen todavía vivo el recuerdo de aquellos tres atroces años de contienda. Salvo excepciones, es de justicia reconocer que los que combatieron en los frentes de batalla o sufrieron en la retaguardia, movidos por emociones, la mayoría de las veces sinceras, y por pasiones que impedían o dificultaban el raciocinio, han dado a sus descendientes un impresionante ejemplo de patriotismo, de moral y de cordura. Los vencedores han realizado, en muchos casos, una severa autocrítica de la forma en que administraron su triunfo y un noble esfuerzo de comprensión histórica, tanto para relativizar las razones que les empujaron a esgrimir las armas, como para entender los motivos de los que permanecieron fieles a la República. La figura de Dionisio Ridruejo, cuyo admirable testimonio de comportamiento moral, de valor cívico y de inteligencia política durante más de dos décadas de franquismo fue excepcional entre sus iguales, es tal vez el mejor ejemplo de esa revisión a fondo del pasado, tan a distante del masoquismo exhibicionista como de la generosa autocomplacencia, y cuya sinceridad quedó rubricada por años de cárcel, exilio y renuncia a la colaboración con el Régimen.
A los vencedores, el mismo hecho de su triunfo les facilitó la reconsideración pública de la causa por la que lucharon; es comprensible que, a la inversa, los derrotados hayan tenido mayor dificultad para incorporar a los amargos recuerdos de su fracaso una lúcida autocrítica de los errores y motivaciones de su propio bando. Sin embargo, los vencidos en la guerra civil han sabido dar un impresionante ejemplo al renunciar a planteamientos revanchistas y estrechar la mano de sus antiguos enemigos, entre los que figuran responsables de la represión y la intolerancia, que ejercieron el poder hasta las mismas vísperas del fallecimiento del general Franco.
Esta reconciliación entre los españoles es un legítimo motivo de orgullo para todos los que la han hecho posible y la base misma de las instituciones democráticas que estamos construyendo. Las tareas que quedan pendientes para la liquidación de ese pasado, que exigirá a su debido tiempo una asunción crítica y no el simple olvido, sólo podrán ser realizadas por esas nuevas generaciones, que han alcanzado ya los más elevados puestos del Estado, que se han situado al frente del Gobierno y de los más importantes partidos, que ocupan sectores estratégicos del mundo empresarial y laboral, que están presentes en la jerarquía eclesiástica, y que empiezan a romper las fronteras de provincianismo en las que se ha movido la cultura y la creación artística española, salvo escasas excepciones, durante las últimas décadas. Y que, también, ahora, por imperativo del paso de los años, comienzan a ingresar en la cúpula de mando de nuestras Fuerzas Armadas. Un hecho que no debe ser pasado por alto.
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