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Tribuna
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Parlamento y democracia

Ha pasado el que se llamó debate parlamentario y que tanta expectación despertó. El resultado fue el previsto y no eran ciertamente precisas dotes adivinatorias para anunciarlo con antelación.Hubo, es cierto, pequeños matices que conviene destacar, no por su novedad, sino porque vienen a confirmar una tesis que he sostenido más de una vez en estas columnas: que las actuales Cortes, y en especial el Congreso de Diputados, no se deciden a ser un verdadero Parlamento, y que sus miembros, sin embargo, se empeñan en considerarse como la única manifestación válida de una democracia estructurada.

El señor Suárez se decidió, por fin, a vencer su antiparlamentarismo innato. Creo que, considerado el episodio desde un punto de vista estrictamente personal, el jefe del Gobierno ha realizado una experiencia útil. El primer discurseo, fruto de una larga preparación encomendada a los escribas presidenciales y pronunciado con la falta de vibración propia de las cuartillas leídas, no fue en verdad un acierto. En la apreciación del fracaso político fueron unánimes cuantos lo conocieron, sin excluir a los comentaristas más benévolos, que tienen el gubernamentalismo por oficio.

En cambio, la segunda intervención, sin duda bien pensada y posiblemente bien aprendida, tuvo una estimable dosis de oratoria política, de conato de esgrima dilaléctica y de rectificación de las convencionales discrepancias de los adversarios. En una palabra, constituyó un éxito no desdeñable, precisamente por lo que tuvo de modesta aproximación a lo que debe ser una polémica parlamentaria.

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La norma introducida en el Congreso actual de tener que hablar desde la tribuna de oradores y no desde el escaño que cada orador ocupa -los miembros del Gobierno desde su puesto en el banco azul- priva a las intervenciones parlamentarias de la agilidad polémica, de la esgrima intencionada, de la flexibilidad dialéctica, de la vida que brota de una improvisación impuesta por una realidad que surge de improviso. El diputado que sabe que para expresar una opinión dentro de un esquema previamente convenido entre los contendientes ha de cruzar solemnemente el hemiciclo con las cuartillas en la mano a fin de ocupar la estrecha tribunilla que antes se usaba sólo para que los ministros leyesen los proyectos de ley, no puede librarse de un cierto matiz de engolamiento académico poco compatible con la espontaneidad de los enfrentamientos parlamentarios.

Por algo el párrafo 2.º del artículo 78 del Reglamento del Congreso de Diputados de 29 de noviembre de 1934 -uno de los más perfectos que han regido nuestras asambleas representativas- establecía de un modo categórico que «los discursos se pronunciarán de viva voz y se continuarán sin intermisión, salvo que fueren pasadas las horas reglamentarias y la Cámara no acuerde prorrogar la sesión». Por algo también, por ejemplo don Manuel Azaña, a quien nadie puede negar la condición de gran orador parlamentario, jamás leyó un discurso en las Cortes, aunque prefiriera guardar las rectificaciones para una sesión siguiente a la de impugnación por las oposiciones.

No recuerdo que un solo parlamentario de talla haya utilizado la tribuna para sus intervenciones, salvo don Francisco Cambó, para quien me parece que se montó el primer micrófono que funcionó en las Cortes, debido a su afección de la laringe. Claro es que Cambó, desde la tribuna, cuando le fue indispensable, y desde el escaño de diputado o desde su puesto en el banco azul, jamás perdió su condición de uno de los primeros parlamentarios que he conocido, y nunca se permitió acudir a la ayuda de cuartillas o guiones.

Poco brillante va siendo el papel del Gobierno y de su discutible minoría en las lides del Parlamento. Pero la justicia obliga a decir que en ese terreno no les gana la oposición que, salvo contadísimas excepciones, da la sensación de que los escaños les vienen demasiado anchos.

En el último debate, el grupo más numeroso no representado en el Gobierno dio claras muestras de que no sabía o no se atrevía a desempeñar la función que corresponde a la oposición en un verdadero Parlamento.

No se trataba de presentar una moción de censura ni de provocar la caída del Gobierno por una derrota en la Cámara, sino de pedir unas explicaciones, que el señor Suárez no dio, y de poner de relieve que ha habido unos compromisos hasta ahora incumplidos por el Gobierno, y que, de seguir por el camino que hoy se sigue, es difícil que lleguen a cumplirse. Pero, ni aun eso se quiso. Parece que se tenía miedo a una declaración demasiado categórica, que hubiera implicado la posibilidad del anuncio de una ruptura en plazo más o menos próximo. Y eso podría implicar un riesgo que el socialismo, sin cuadros preparados y sin ánimo de afrontar responsabilidades de Gobierno, no se cree capaz de correr. De ahí la posición equívoca de discrepar sin exigir, de atacar sin querer vencer, de salvar las simples apariencias y no comprometer posibles acuerdos ventajosos.

Es lo mismo que ha ocurrido en la ponencia constitucional. Se discrepa del fondo, pero se firma el texto con reservas.

Se obtiene un consenso -siempre el famoso y confuso consenso- sobre lo que ha de enviarse a más altas instancias, pero reservándose cuidadosamente toda clase de votos particulares. Sutilezas que, en fin de cuentas, a nadie engañaba. Equívocos que, más que altas maniobras maquiavélicas, podrían calificarse de habilidades de pardillo. Y conste que tengo para todas las personas, y en especial para los protagonistas de los episodios, todos los respetos que por tantos títulos merecen.

Mas no hay que engañarse. Por ese camino se va al descrédito de la institución parlamentaria, que acabará por convertirse en taller de remiendos para que el Gobierno viva unos meses más, o en simple espectáculo, que acaba por no divertir.

Se olvida con demasiada frecuencia, por los que se dicen mandatarios del pueblo, que la democracia es más que una construcción formal, cuya vida se agota en las asambleas representativas. El Parlamento es un medio eficacísimo de la práctica de la democracia, pero no es su única manifestación de vida. La democracia, aparte de sus órganos de expresión, es una realidad de cada momento, cambiante en sus exigencias como variable es la vida misma, y que unas veces coincide con mayor o menor exactitud con el organismo que surgió de su voluntad expresada en las urnas, y otras se distancia de él, según un proceso que lo mismo puede ser reversible que concluir en divorcio declarado. La tendencia de muchos parlamentarios a creer que la representación obtenida a través de unas elecciones -sean o no sinceras- constituye un vínculo indisoluble con la democracia, es un error que puede ser de funestas consecuencias.

Todo órgano político se desgasta al funcionar, especialmente en las épocas críticas de transición. Como las consultas al cuerpo electoral son forzosamente distanciadas, pues de otro modo el país viviría en una tensión infecunda, generadora a la larga de un desinterés desdeñoso, por las instituciones, puede llegar un momento en que un cuerpo deliberante que no ha tenido ocasión de renovarse, encarne no la voluntad de los que lo eligieron, sino una parte de ella, a veces harto pequeña. Cuando el Parlamento se atrofia o no se atreve a funcionar como tal o se limita a ser el tímido exponente público de los arreglos pactados en la sombra, las Cámaras pueden seguir un camino y la democracia otro. El bienestar de los que ocupan puestos de Gobierno y el cómodo descanso que proporcionan los escaños de la oposición ficticia pueden acentuar ese fenómeno, cuyos efectos se muestran reveladores el día que menos se piensa. Un fenómeno de esta clase, aunque con la variante de que el triunfalismo de la mayoría se permitió el lujo de despreciar una reducida, pero activa, minoría oposicionista, se dio en las constituyentes de la Segunda República.

La conjunción republicano-socialista, triunfante por aplastante mayoría en las elecciones de junio de 1931, menospreció las voces de la calle, arrolló a los pocos diputados de la oposición y llegó a creer que su poder era punto menos que vitalicio por la vía de una sola aplicación de los principios de la democracia. El despertar vino con las elecciones municipales parciales de la primavera de 1933. El resultado de la votación en los «burgos podridos», como los calificó Azaña con tanto desdén como falta de rigor histórico y político, fue -o mejor dicho, debió ser- la señal de alarma. ¡Algo habla cambiado en el panorama político español, como se puso de manifiesto en las elecciones legislativas seis meses después!

En la actualidad, los sondeos de opinión, que algunas veces responden a la realidad social, aunque otras no, son pequeños toques de alarma dirigidos no sólo a un Gobierno que renueva sus compromisos políticos como letras a noventa días, sino también a una oposición que parece esperar a que la fruta le caiga madura en la boca, olvidando que a veces se pudre sin madurar.

¿Cuál será la nueva prueba democrática de la voluntad del pueblo español? ¿El referéndum sobre el texto complejo de una Constitución elaborado por unos grupos parlamentarios llenos de reservas sobre lo mismo que por consenso aprueban? ¿Unas elecciones municipales dobladas de unas legislativas simultáneas, y ambas bajo la vigencia del monopolio de la Televisión por el Gobierno, la supervivencia de la prensa del Movimiento, pagada por todos los españoles, y el continuismo de los resortes franquistas en los puntos neurálgicos de la vida provincial y local? Todo puede ocurrir. Incluso que, con todo ello, la democracia, muy quebrantada ya, quede definitivamente desprestigiada.

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