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Tribuna
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La dicha del consenso

Manuel Vicent

Todos se han portado muy bien con el paciente, esa es la verdad. La UCD, con el Gobierno al frente, pertenece a esa clase de enfermos que caen simpáticos al cirujano. Este se acerca a la camilla con un serrucho dispuesto a partirle la coyuntura, pero al final llega la familia, se establece el consenso y todo queda en una aspirina. La propiedad genuina del Parlamento consiste en hablar, en usar la lengua como calmante. Así sucedió en la sesión de ayer. Cada grupo parlamentario quemó su combustible de falla en un comentario al discurso del presidente. No hubo crítica de fondo, porque lo cierto es que no hay alternativa, es decir, que no hay remedio.Adolfo Suárez se ha convertido en un punto medio, en un equilibrio de males, en la carta maestra que mantiene en el aire el castillo de naipes, que nadie está dispuesto a desbaratar. Pero hay que hablar, que para eso se cobra. Y así llega Tierno Galván con sus admoniciones paternales, Jordi Pujol con el libro de contabilidad, Manuel Fraga con un blasfemario empresarial, Santiago Carrillo con un frasco de agua del Carmen, Felipe González con su elegante lección política, a manera de tesina, para conseguir matrícula cum laude. Todo muy bien, con mucho encanto, dentro del sistema parlamentario de pesos y medidas. Mientras los líderes bordaban oralmente el cojín del consenso y lo adornaban con una cinta para ofrecérselo de regalo al presidente, en la tribuna una señora hacía calceta, un suéter color fresa para la democracia, en una nota casera, de cháchara amable con babuchas. Así da gusto.

Lo que pasa es que Fraga quiere entrar en el Gobierno y la izquierda teme ese nublado de derechas que se avecina. Y en esto ha consistido el punto dialéctico de la cuestión: Alianza Popular soltando truenos y la izquierda haciendo rogativas al santo patrón de UCD para que no caiga la granizada sobre la tierna plantación que tienen a medias.

Pero Fraga posee un gancho frenético que coge muy bien al público. Sus discursos pronunciados con esa convulsión de tronco, con esa plenitud encarnada de yugular y esa crepitación de chispas de salivilla parecen crujidos de la raza. Ayer puso a la patria cuadrada en el libro del debe y haber, desde sus últimas esencias hasta el precio del kilo de lentejas. Después llegó Carrillo, que con veinte diputados detrás siempre habla como si fuera el amo del patio. El líder comunista ha cogido en el Parlamento la contrata del botiquín. Desde la banda izquierda vigila cualquier movimiento de cojera en el delantero centro y a la mínima, allá va él con el buche de tila y el ungüento de las friegas. Felipe González habló ayer sin texto, con una compostura esmerada, en una oración radiante de análisis político, bien trabado, sobre los sentimientos de inseguridad y esperanza en que está sumido el pueblo.

Los comentarios de los grupos políticos de izquierda fueron dejando sucesivamente la ofrendá al pie de la tribuna. El consenso estaba de nuevo envasado en la caja de bombones. Pero vino Pérez Llorca con ese tonillo displicente que el Creador le ha dado y los analizó arrugando la nariz, como si todavía no fuera suficiente. Después llegó Abril Martorell, bombero nato, con la manguera de tecnicismos que apaga de aburrimiento cualquier clase de fuego y anduvo por allí entre folios. Al final, el presidente Suárez, en un discurso condensado, versión abreviada del día anterior, agradeció el presente y prometió en honor a la verdad seguir mandando corno hasta ahora. De pronto el doctor Pangloss ha exclamado: «¡Que me quede como estoy!» Esa es la filosofía del tránsito. Con risas y aplausos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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