Democracia frente a terrorismo
A LOS quince días de uno de los actos terroristas más espectaculares de la historia contemporánea, el político italiano Aldo Moro sigue en poder de sus secuestradores, sirviendo al mismo tiempo de estremecedora publicidad y de dramático chantaje no sólo al llamado «sistema establecido», sino al régimen político del que los propios italianos se han dotado democráticamente. Es un hecho que va más allá de la simple definición de un acto criminal. Atenta contra una persona, contra un régimen, contra una comunidad y contra una concepción del mundo.De ahí los intentos habidos en la comunidad democrática occidental, acosada y crispada por el incremento de la violencia y el terrorismo, para dotarse de una metodología jurídica adecuada para luchar contra este trágico alud. El Consejo de Europa ha arbitrado un instrumento, bien es verdad que todavía controvertido, que es la convención europea sobre represión del terrorismo, firmada ya por diecisiete países; no lo han hecho todavía Irlanda, Malta y España, que es el miembro más reciente de la organización y que apenas ha contado con el tiempo necesario para ello. Los países del Mercado Común, por su parte, negocian actualmente otro texto similar, más restrictivo todavía que el anterior, que sería aplicado en los nueve países de la CEE. En la ONU las cosas, sin embargo, no parecen ir por el mismo camino, pues en febrero pasado una comisión de expertos de la organización, reunidos para estudiar el problema, se separaron sin obtener resultado alguno.
La convención europea antiterrorista, a pesar de las críticas que en su contra se han levantado en la propia Europa, entrará en vigor tarde o temprano. Las reservas que ha suscitado se centran en el argumento de que el texto -inspirado directamente por Alemania Federal, el país que ha llegado más lejos en este terreno- limita considerablemente las libertades democráticas, sobre todo en lo que se refiere al concepto de delito político y al derecho de asilo. Bonn, que ha padecido muy directamente esta escalada terrorista, ha preferido tomar por la calle de enmedio y responder a la violencia con la violencia. Un método peligroso que sin duda encierra más de un peligro para la democracia. Pero no deja de ser también una tentación lógica.
Hace diez o quince años, por ejemplo, en el mundo occidental se abrió paso la idea de abolir la pena de muerte. No solamente muchos países la borraron de su legislación penal, sino que la opinión pública de casi toda Europa se inclinaba por esta medida de justicia humanista. Hoy, por el contrario, los sondeos muestran que el incremento de la violencia en la sociedad industrial ha provocado el parón de todo humanismo, y hoy los pueblos de Occidente se muestran favorables a la pena de muerte por un puro y terrible reflejo de lo que ha dado en llamarse legítima defensa. En Francia crece así el número de partidarios de la pena capital y el propio Giscard, que había declarado su oposición a la misma antes de ser elegido presidente no sólo no ha propuesto su abolición, sino que ha permitido aplicarla. Al final, ante el aumento del terrorismo, París se ha unido a Bonn para patrocinar la controvertida convención antiterrorista.
La violencia crea violencia, y el reflejo colectivo ante la oleada terrorista amenaza con pasar instintivamente por encima de toda consideración ideológica o moral para exigir resultados concretos. Este es el terreno en el que más evidentemente los terroristas están consiguiendo sus fines. Están llevando a la opinión pública europea a dudar de los valores de la democracia y las libertades públicas.
En las Naciones Unidas, algunos representantes de países no europeos, como Argelia, Libia o Siria, se han negado a trabajar para elaborar un tratado universal contra el terrorismo. Han manifestado su oposición a un acuerdo que impida los secuestros aéreos, considerando que «restringiría los medios ya precarios de que disponen los movimientos de liberación». Naturalmente, el Cercano Oriente y la OLP están detrás de estas tomas de posición. Los problemas que suscitan los actos terroristas deben ser por eso resueltos políticamente; la violencia colonial o bélica, los agravios históricos a los pueblos del Tercer Mundo han ensanchado buena parte la violencia terrorista, que a su vez amenaza con destrozar el sistema democrático. Este análisis de los hechos es inútil a la hora de intentar justificar moralmente los mismos. El terrorismo es el peor de los males que aquejan a la sociedad civilizada, y hay que combatirlo. Pero conviene saber que el mundo se encamina hacia zonas en las que el terrorismo recibirá trato diferente y donde la política jugará un papel de comercio del terror.
Como sea, los pueblos defensores de los valores democráticos, entre ellos Italia, entre ellos hoy felizmente la propia España, no pueden ni deben luchar contra la violencia renunciando a esas convicciones. El estrecho camino que resta es el de afinar los medios jurídicos para hacerlos eficaces y contundentes: perfeccionar la maquinaria policíaca y judicial, dotarla de los mejores y más modernos medios de investigación. Pero no caer en la trampa de dinamitar al propio mundo de libertades que se dice defender.
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