Szyszlo
Desde una consideración estrictamente histórica, la firma de Fernando de Szyszlo merece verse inscrita en la bien nutrida nómina de los nuevos pintores latinoamericanos; aquellos, concretamente, que, más o menos basados en el precedente próximo de Rufino Tamayo, dieron el paso decisivo hacia un concepto renovado de vanguardia. Su papel en Perú equivaldría, por tal modo, al de José Luis Cuevas en México, al de Mabe en Brasil, al de Abularach en Guatemala, al de Borges en Venezuela, al de Antúnez en Chile, al de Obregón en Colombia... y al de un holgado etcétera, imposible aquí de transcribir en toda su extensión y cualidad.Tres son los caminos que Rufino Tamayo vino a abrir para auge y estímulo de la nueva pintura latinoamericana; tres sendas previsoramente allanadas o tres vínculos fundamentales. Tamayo significa, de una parte, la conciliación entre la pintura de Latinoamérica y la de Europa. Cabe decir, por otro lado, que en su arte se compaginan los dos extremos de una tradición autóctona: la remembranza precolombina y la expresión popular. A él, por último, cuadra mejor que a nadie la función de lazo mediador entre los grandes muralistas mexicanos y las nuevas generaciones, junto con una acusada preeminencia del dibujo que no tardarán éstas en asimilar y difundir como lo más propio de lo propio.
Szyszlo
Centro Iberoamericano de CooperaciónAvenida de los Reyes Católicos, 4
Cotejadas tales tres vías y valorado el conjunto de sus derivaciones, pocos pintores pueden, como Szyszlo, dar por impreso en su arte el nuevo destino de la plástica latinoamericana. En su pintura se compagina a las mil maravillas lo de acá y allá de los mares; corren feliz pareja el precedente próximo y su inmediata consecuencia; la evocación precolombina y el eco popular conviven y comulgan sin la menor estridencia, en tanto el dibujo prima y resplandece a tenor de la sabia enseñanza de Rufino Tamayo.
El dibujo es, en efecto, el elemento primordialmente conformador de toda la obra de Fernando de Szyszlo. Una estructura latente, claramente concebida y perfectamente desglosada, concierta y explícita, al margen de cualquier resonancia académica, la totalidad de la expresión. Es el dibujo, férreo, escueto, lacónico y subyacente, el que sostiene y procura reprimir la explosión desmadrada del color: azules densos, coagulados, transmarinos, y rojos vivaces, provocadores, eléctricos, que a veces reposan en la neutralidad de las tierras y siempre, siempre, logran compatibilizar la vigilia y el sueño, la presencia de las cosas y «los mil fantasmas imponderables a los que -de acuerdo con Apollinaire- urge dar realidad.»
Babelia
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