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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una política de Estado para Canarias / 1

Consejero del presidente del Gobierno

Ha sido un momento hermoso el de las Cámaras Parlamentarias, unánimes en la proclamación de la españolidad de Canarias y en un aplauso que vibró en la sensibilizada emoción, de todos, fuera y dentro del Congreso y del Senado. Es extraordinario el esfuerzo de la prensa nacional en calidad y en cantidad ante circunstancias que, aunque afectan a la totalidad de la nación, nos inquietan particularmente a los canarios. Y no tiene precedentes la preocupación y el nivel de decisiones que el Gobierno despliega o prepara frente a la agresión ideológica que, adoptando formas «descolonizadoras» o simplemente separatistas, llega al archipiélago desde el continente africano.

No cabe desdeñar, en modo alguno, la importancia de los acuerdos del Comité de Liberación y del Consejo de Ministros de la OUA sobre las islas Canarias, por más que conozcamos las flaquezas e inoperancias de este organismo. Aún no son resoluciones formales, pero su meta formulación, el propósito de implicar al Comité de los Veinticuatro de las Naciones Unidas y la consideración formal del MPAIAC como movimiento de liberación, así como la escalada potencial de agresiones en las islas, que ese reconocimiento podría comportar, son en sí mismas más que suficientes para mover y explicar una reacción tan generalizada de la conciencia española.

Esta es la proyección positiva, la oportunidad que, con su injerencia, abre la OUA sin proponérselo, para un mejor entendimiento y una más profunda comunicación entre canarios y peninsulares. Nadie ha hecho en esta ocasión retórica hueca ni triunfalismos patrioteros porque para todos resultó iluminadora, que no cegadora, la evidencia del peligro. Hasta hace poco tiempo nos desgañitábamos los canarios en las áreas ejecutivas o legislativas del anterior stitema para que se entendiera que la advertencia, la queja, incluso el enojo y el grito, no eran recursos dramáticos encaminados a la consecución de ventajas o privilegios, sino anticipación absolutamente objetiva de lo que veíamos venir.

Desgraciadamente, la realidad nos ha dado la razón punto por punto. Abundan manifestaciones en la prensa peninsular y en la insular para demostrar la índole rigurosa de aquellas previsiones,incluida una cronología de acontecimientos que se está cumpliendo inexorablemente. Como otros canarios, hemos participado en la Administración insular y provincial canaria y en las Cortes orgánicas para que en los últimos años del «sistema» no se desmoronase definitivamente el muy deteriorado entendimiento entre insulares y peninsulares y en la esperanza de que en la transformación democrática del país se llegase a tiempo de restaurar, reconstruir y revitalizar vínculos de historia y de espíritu que sólo en la libertad adquieren plenitud de sentido.

No pudimos influir en el proceso descolonizador del Sahara, pese a un esfuerzo casi desesperado del que da testimonio fehaciente el Diario de Sesiones; no pudimos arrancar garantías para la continuidad de nuestros derechos pesqueros, fundados en una convivencia pacífica y en un reparto espontáneo con siglos de trayectoria, y tuvimos que escuchar imprecaciones de «racismo» proferidas por señorías reaccionarias que se negaban a escuchamos, cuando presagiábamos una «africanización» que hoy se ha convertido crudamente en amenaza, sin querer en tender que no era «racismo» sino «previsión» nuestra voz de alarma ante inmigraciones toleradas por el Gobierno de las cuales no habríamos de obtener otra cosecha que una aparente y artificial africanización a la que podría contribuir una incontrolada afluencia de hombres de otras razas, que con sus características antropológicas, costumbres e incluso colorido y peculiaridades de su vestimentas pudieran hacer dudar a los observa dores de que Canarias, pese a su situación geográfica, era al ciento por ciento europea. Y pecaron también de esa canariedad determinados isleños, intelectuales de la izquierda todos ellos, cuando trataron vanamente de demostrar conexiones inexistentes de la cultura canaria con la africana que otros, más sensatos y alineados algunos en el mismo sector ideológico, rebatieron en un alarde de encontrar, en permanente contacto con los re presentantes regionales, la vía idónea para una política de Estado en Canarias. Quizá hiciera falta este momento de crisis y esta movilización de la opinión pública para, desde el reconocimiento de pasados errores y con la transparente voluntad de una nueva política, dar el auténtico salto cualitativo en las relaciones del Estado con Canarias y de todas las regiones peninsulares con esta incuestionable hermana, históricamente anterior a algunas de ellas, que es africana por geografía pero in mensamente española por espíritu.

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Conciencia nacional

De pronto vemos los canarios que las invocaciones sobre nuestra españolidad, que tantas veces tuvimos que lanzar unilateralmente para reafirmar una conciencia nacional que los peninsulares parecían comprender con dificultad, han pasado a los labios y a la pluma de los españoles de la Península. Ningún efecto mejor podía haber producido la provocación africana, en cuyo descargo quizá cabría admitir la influencia de esa falta de entendimiento y las reacciones que en las dos orillas de España, suscitasen: indiferencia peninsular, dolorido aislacionismo en lo insular.

Es imprescindible conseguir ahora que nada se frustre o se diluya; que esta reacción ante la agresión exterior quede marcada a fuego en la conciencia solidaria de todos los españoles y que las unanimidades parlamentarias e informativas no sean el «Viva Cartagena» que se lanza un día y al siguiente se olvida, aliviada la mala conciencia y suplantado el auténtico patriotismo por la patriotería del grito y la retórica.

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