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Tribuna:DIARIO DE UN SNOB
Tribuna
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Mis almuerzos con gente importante

Siempre lo he dicho: en este país, al escritor se le mata de hambre durante media vida y se le mata comiendo durante la otra media. Yo ahora estoy en la agonía gastronómica.¿Por qué piensa todo el mundo que al escritor -o, más sencillamente, al columnista- en España se le compra con una comida? ¿Por qué piensan, en principio, que al escritor se le compra? ¿Y por qué piensan que el escritor no come? Ya comprendo que hay una tradición de ayuno en las letras españolas, desde los duelos y quebrantos de Don Quijote (que seguramente eran los de Cervantes) hasta las noches sin cenar de Valle-Inclán, pero como uno, por suerte y/o por desgracia, no es Cervantes ni Valle-Inclán podían dejarle a uno en paz.

Viene Antonio Asensio, el hombre-pánzer de Interviu, y nos vemos para una copa crepuscular. Tiene muchas cosas que ofrecerme, pero tiene también el buen gusto de no sobornarme mediante, una lubina dos salsas, un cordero de la casa, una ventrisca en su punto y unas cocochas caseras. No vale eso de congestionar al escritor por una noche para que luego pase hambre todo el año con ese 10 % miserable que nos dan por los libros. Lo dije ayer en una entrevista de radio, cuando nos preguntaron a otro escritor y a mí qué esperábamos de la literatura:

-El éxito -dijo el otro.

-El 20 % -dije yo.

Porque el diez es un insulto. Ramón de Garciasol, lleno de fervor moral, como siempre, me dice casi a gritos en una librería:

-Los poetas, como la poesía, no se venden; no debemos hacer una sola concesión a nada. Con nuestra indigencia compramos nuestro decoro.

Razón que le sobra. «Te enfadas, demasiado, Ramón», le dice Buero. Es la cólera del español sentado, que esta vez estaba de pie. Llega un momento en que el escritor, escriba o no, puede vivir perfectamente, e incluso poner unos kilos sólo a base de almuerzos con gente importante que no tiene ninguna importancia. Se me acerca un primo de Pitita-Pitita, qué solo me has dejado con tus primos- a pedirme que hable de la desertización de España, que eso sí que es un problema.

-¿Y usted no me va a invitar a nada? -le digo.

No sé si es la tradición del hambre o la falta de tradición literaria lo que lleva a identificar al escritor con el piernas, en este país, de modo y manera que a uno no le hacen estudios ni monografías ni ensayos ni cosas, sino que a uno le dan cenas y almuerzos. Oiga, que no sólo de lubina dos salsas vive el hombre.

Los estudios, las monografías y los ensayos nos los hacen en Estados Unidos, que como es un pueblo bien comido, se despacha con un sandwich vegetal a mediodía. Y no tengo noticias de que a Norman Mailer se le compre por un sandwich vegetal. Ayer nos fuimos Manolo Vicent, Carlos Luis y yo a hacernos unas fotos en el Rastro. Nos metimos en la verja de Cascorro para hacernos fotos de presos, ahora que los presos están fuera (me cuenta la enfermera, mientras me pincha el erótico glúteo, que a ella la han derribado y robado el bolso unos gamberros en coche). Cascorro no está, que lo están reparando, y alguien ha escrito en el pedestal: «Fusilado por el fascismo». Hombre, tampoco es eso. Lo que queríamos con esta foto, subliminalmente, supongo, y sin darnos cuenta, era dejar constancia de que, como escritores de periódico, nos sentimos enverjados por una sociedad que te mata de hambre o te mata de angulas.

Cuenta la leyenda negra de Sánchez-Bella (quién no tiene leyenda negra en este Madrid: es casi tan necesaria como un smoking) que dijo una vez:

-Yo a los intelectuales los rindo por hambre.

No acabo de creerme la frase, pero está usted pasado, don Alfredo. Hoy a los intelectuales (o a los que, sin ser intelectuales, sencillamente redactamos bien) no se nos rinde por hambre, sino por hartazgo. El columnista tendría que comer cinco veces todos los días para quedar bien con los otros poderes fácticos, que son los poderes fiduciarios en sus diversas variantes folklórico-culturales.

Le dan un almuerzo a Luis Calvo y voy encantado, pero pienso si tendré que almorzar con gente importante hasta que tenga el pelo blanco y puro como Luis. Y el caso es que cuanto más almuerzo con gente importante, menos importante me parece la gente. En la democracia como en la dictadura sigue funcionando el soborno culinario. Lo que pasa es que yo soy de poco comer.

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