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FESTIVAL DE CINE DE BELIGRADO

Ni un solo fallo en el programa previsto

Ángel S. Harguindey

El festival continúa con un orden absoluto en el que nada escapa a lo inicialmente previsto, con un concepto de la eficacia que, a nuestro juicio, supera la tópica imagen de los germanos. Si para un ciudadano de la Europa occidental resulta sumamente difícil entender el ordenamiento económico, social, político y jurídico de esta federación de repúblicas socialistas, para un asiduo a los festivales resulta incomprensible la falta absoluta de fallos en el programa previsto.En el aspecto cinematográfico, y al ser este festival una síntesis de los festivales realizados en todo el mundo a lo largo del último año, la simple ordenación de películas, programadas en ocho días, aporta una serie de connotaciones que probablemente hubieran escapado a los ojos de los que asistieron esporádicamente a algún festival europeo.

De esta forma, aquí, en Belgrado, se aprecia a simple vista el interés mundial que existe por el fascismo o el nazismo, un interés que se refleja en numerosas películas realizadas en Estados Unidos, República Federal de Alemania, España, Italia y naturalmente, en los países socialistas. Todo parece indicar que el nazismo vende. Evidentemente, nadie ha hecho una película en favor de la vuelta a los totalitarismos, pero, con mayor o menor grado crítico, son muchos los cineastas que se fijan en aquellos movimientos para enmarcar la acción de sus filmes.

Ettore Scola, realizador de Una jornada particular, declaraba que había hecho la película porque existía un dato objetivo: los veinte años que el fascismo había dominado en Italia. El filme de Scola -que se exhibe -actualmente en las pantallas españolas- muestra una Roma fascista en la que sus ciudadanos lo aceptan y se integran en él con la cotidianeidad habitual en los hábitos de quienes lo soportan durante tanto tiempo. También se proyectó el polémico filme alemán Hitler, una carrera, en el que su aspecto documental confiere aún más veracidad a lo afirmado anteriormente: que el pueblo alemán aceptó masivamente las nuevas ideas de Hitler. Julia, de Fred Zinemann, muestra un retazo de la autobiografía de Lillian Helman, compañera de Dashiel Hammet, y en la historia vuelve a surgir el nazismo, aunque con un enfoque más crítico y, desde luego, más tradicional: se muestra el bárbaro fanatismo de sus militantes. Bergman y su El huevo de la serpiente, que se proyectará el próximo jueves, incide de nuevo en la tan citada ideología totalitaria. A todo ello habría que añadir las españolas Caudillo y Camada negra. La síntesis de todo ello -en el supuesto de que se pudieran sintetizar tan dispares obras- sería la ya apuntada: tras el desastre de la segunda guerra mundial, desastre para todos los pueblos combatientes, se corrió un tupido velo sobre la memoria colectiva. Treinta años después de su fin, potenciado probablemente por los brotes de un nuevo fascismo más sutil y complejo, los cineastas deciden comenzar a levantar aquel velo innominado: los pueblos que soportaron el fascismo y el nazismo lo hicieron de buen grado, al menos en una buena parte de sus respectivas poblaciones. Negar lo contrario es afirmarse en una concepción maniquea de la historia. Ni los nazis lo hicieron todo sin ayuda de nadie, ni los respetables ciudadanos se enfrentaron radicalmente a lo establecido. Una síntesis que en España tiene una fácil constatación en sus cuarenta años de franquismo.

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