Vuelta a...o suma y sigue
Una cosa es que el hombre sea, según la vieja definición aristotélica, un animal político, y otra, que los políticos pueden ser unos animales. Este siglo que ya está en su tercer cuarto se ha distinguido por una actividad política inmensa, pero, por desgracia, esta actividad no ha sido aristotélica, sino de una animalidad absoluta en muchos casos. Las formas perversas del «gobierno» de los pueblos que observó el filósofo griego, como paralelas o derivadas de las buenas y verdaderamente políticas, se han dado de modos pavorosos. Porque ningún tirano antiguo pudo poseer los poderes de los tiranos modernos, ningún movimiento demagógico ha alcanzado la virulencia de algunos que se han dado en nuestro tiempo, y ninguna oligarquía o dominio seudoaristocrático de épocas pasadas puede compararse en fuerza a las oligarquías modernas, es decir, a los monopolios industriales, pluirinacionales, etcétera. Sin embargo, parece que la lectura de Aristóteles no nos sirve para nada. Tampoco la de Maquiavelo. Nos sirven, en cambio, los mamotretos o los ensayetes de algunos tratadistas modernos, que palían la brutalidad de los hechos con palabras abstractas, que alteran la descripción de dramas feroces fundados en la miseria de la condición humana, con logogrifos. No sólo la brutalidad de «las masas» que algunos quieren que sean las únicas representantes de la estupidez y de la maldad, también la de las minorías poderosas quedan ocultas por palabras y palabras. El hombre en sí, sea general u obispo, limpiabotas o titiritero puede ser con gran frecuencia un mal bicho. Los «buenos» y los «malos» de los políticos son casi iguales a los de los cuentos: de una elementalidad infantil. Así, unos profesionales del mangoneo en países trágicos han podido decir que estaban construyendo «paraisos». El que crea esto tendrá que ser, sin duda, un alto funcionario dentro del paraíso de turno: pero los que no somos funcionarios ni tenemos vocación de serlo, podemos reímos un poco de visiones y promesas paradisiacas.Hace mucho que el hombre fue expulsado del paraíso terrenal. Con él su compañera. Hace mucho que los padres cristianos afirmaron que éste es un valle de lágrimas. Aunque no creamos como ellos y los socráticos que esta vida no es más que un tránsito a la Eternidad, mejor o peor, según nos comportemos, lo del valle de lágrimas es cierto. Lágrimas, sudor, sangre..., y gasolina, ampliando la terrible divisa churchilliana de la última guerra mundial. ¿Por qué partiendo de las experiencias de 1914, 1917, 1936, 1939, etcétera, no tenemos una idea más clara de nosotros mismos? ¿Por qué las gentes con ideas más gastadas y fallidas se emperran en seguir afirmando que tienen la receta de la felicidad, que estamos a las puertas del paraíso perdido, para entrar con quienes les sigan? Por la razón fundamental de todos los males humanos: la estupidez. Por la animalidad política del hombre, opuesta a la condición aristotélica de graduar los efectos de los regímenes distintos (monárquico, aristocrático, republicano). Porque de cada régimen el hombre suele hacer de continuo formas aberrantes y monstruosas: lo mismo en tiempo de los treinta tiranos que en el de las aristocracias rapaces de la república romana, que en los de Calígula y Nerón. «No lloréis, hijas mías: esto que os cuento, hace mucho tiempo que pasó y pudiera ser que fuese mentira», decía el predicador portugués para consolar a sus oyentes, conmovidas por su oratoria. No. Hace mucho tiempo que pasó y es verdad. Pero ha vuelto a pasar y pasará. Llorad a jarros, a cántaros, sin tasa. ¿Que no hay un Nerón hoy día? No: pero ha habido hombres peores. Por lo menos Nerón (al que Renan consideraba como un niño de buena familia, mal educado y caprichoso) intentó cantar, lira en mano, la destrucción de Troya, mientras Roma ardía. Los tiranos modernos han hecho destruir ciudades, sin que se les hubiera pasado por la cabeza la menor idea poética. La destrucción moderna suele ser mayor y además científico-tecnológica... o sociológica. Se puede justificar con argumentos antropológicos, económicos, etcétera. La ciencia ante todo.. La capacidad del hombre para encubrir con ropajes fastuosos las animaladas mayores, sigue. Del cristianismo salió la Inquisición, del «amor a la patria» puede salir, hoy como ayer, la tortura gubernativa. Las doctrinas de unos antropólogos mediocres pueden conducir al genocidio y las de unos teóricos de la problemática ciencia-económica a los actos más descomedidos. ¿Hay derecho a vociferar contra la Inquisición, que ya no existe, sin hablar con horror de otras formas de martirizar al hombre en nombre de ídolos nuevos o de viejos esperpentos políticos? La unidad por un lado, la revolución por otro, el Estado elevado a la categoría de un Moloch o de un Satumo, que no sólo se come a sus hijos, sino que también tiene derecho sacrosanto a comérseles. El orden, etcétera. Todo esto será bueno, como lo es en sí la doctrina de Cristo, pero aquélla pudo dar un Torquemada y otros muchos energúmenos y los ídolos modernos dan sin fin de energúmenos sombríos, vestidos no de frailes, sino de políticos: y quien dice políticos claro es que lo mismo se refiere a los civiles que a los militares. La concepción de Ludendorff de que la política ha sido -dígase o no- la que ha imperado en muchos países durante este sielo. El ejército ha de controlar la policía de la nación, -por tanto todo el Gobierno. Lo que pase con los enemigos exterioreses harina de otro costal, porque este ejército supragubernativo puede perder batallas, guerras e imperios sin responsabilidad mayor.
¿Se impone, pues, como base de buen gobierno la de la supremacía del poder civil? Parece que sí, pero el poder en manos de los civiles no está tampoco exento de miserias, debilidades y peligros.
Hace algún tiempo se habló de la «crisis de las ideologías». Esto podía pensarse que era incluso producto de cierto servilismo. Las ideologías están ahí, mondas y lirondas, como en tiempos de Aristételes. Pero ¿qué decir de los hombres que las representan? Algo no muy consolador. Mediocridad e insignificancia en dosis excesivas. Mucha maniobra de circunstancias y pocos programas sólidos. En otras palabras, el político parece muchas veces un enanillo que lleva sobre sí un gigante hecho de palitroques y tarlatanas, con espantable cabeza de cartón, como los de las fiestas de los pueblos. En situaciones gravisimas el enano pasea su gigante; pero el paseo termina en la taberna o en el corral. Chismes, cuentos, maquinaciones de una domesticidad total. Terminan muchas veces las oligarquías militares con la sangre al cuello. El poder civil puede terminar a fuerza de zancadillas y maniobras de camarillas y grupitos. Después, el político fracasado escribe en el destierro o en el retiro, unas memorias justificativas en que -claro es- siempre él es el bueno y los otros los malos que no le dejaron hacer. Hay excepciones. Hace poco Areilza ha escrito unas memorias recordando el paso por un Gobierno en que actuó brillantemente, aunque otros de sus miembros fueran más que opacos y que terminó de modo imprevisto. Las memorias del fracasado son, sin embargo, lo más conocido, lo muy repetido.
Se cuenta que Rossini, también retirado, pero por voluntad propia, iba de cuando en cuando a los estrenos de ópera y que, de repente, en medio de la audición saludaba de modo cordial. Los que estaban cerca le preguntaban: «¿A quién saluda usted?» Y él respondía: «A viejos conocidos.» Melodías y compases, fórmulas musicales repetidas o fusiladas.
Nosotros, los hombres que hoy tenemos edad suficiente para recordar algo de lo que pasó antes de 1936, ante la marcha de los acontecimientos, también podríamos saludar: pero los viejos conocidos no son melodías y compases, más o menos agradables, sino triquiñuelas, zancadillas y manejos de camarillas con tufo incluso isabelino. No nos da gana, pues, de saludar con ironía rossiniana. Porque la maniobra o la triquiñuela puede terminar de modo mucho más trágico que el estreno de una ópera mejor o peor fusilada, y los puntapiés que se den a los políticos, si llega el caso, se los darán en nuestro trasero, bastante magullado ya por faltas ajenas.
¿Recordáis la época en la que el español que salía fuera de España era considerado como un ser pestilente, por el hecho de no haber abandonado su país, por puritanos de todas clases? ¿No? Pues yo sí los recuerdo y los he padecido. No será, sin embargo, este recuerdo el más amargo que tengo. Las faltas que se cometieron durante la Monarquía por ligereza y en la República por debilidad empiezan a repetirse. Tendremos que aguantar la sonrisa de superioridad de los que las cometen, hasta que hechos unos monigotes o en andrajos vayan a escribir sus memorias, mientras que el puntapié con el zapato más duro sea para los que no tenemos que contar mayores fracasos individuales. Sí desgracias colectivas.
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