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Tribuna
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El más entrañable de los payasos

Durante más de medio siglo, la genial figura de Chaplin brilló sobre la de todos les grandes maestros del cine como la de un Zeus en el Olimpo, rodeado de dioses. Era el número Uno, el mito, el Grande. Gustaba a todos. A los niños y a los grandes, a los ricos y a los pobres, a los listos y a los tontos, a los de derechas y a los de izquierdas, a los rusos y a los americanos, a los cultos y a los incultos y -si utilizamos la obsesiva distinción que él hacia- a los intelectuales y a la masa.Cuando en la década de los sesenta fue desenterrado el genio de Buster Keaton, el pedestal de Chaplin sufrió un duro golpe. Todos nos precipitamos a cantar las virtudes del redescubrimiento, del impasible genio maltratado por la historia, aún a riesgo de repetir con Chaplin la injusticia. Pero resistió la prueba. Hoy no está solo en su trono, pero no importa.

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Dentro de la obra de Chaplin hay para todos los gustos. Generalmente se señalan como la cima de su arte La quimera del oro y El circo. Otros prefieren el Chaplin comprometido, luego recuperable, de El gran dictador y Tiempos modernos, menospreciando Candilejas como un filme llorón y Luces de la ciudad como demasiado melo. Muchos hablan de La condesa de Hong-kong como la decadencia absoluta. Particularmente, me gusta todo Chaplin: La condesa de Hong-kong, por su dominio del arte de la altacomedia y por su capacidad para seguir siendo Charlot, Candilejas, por su intimismo y su nostalgia casi autobiográficas; Luces de la ciudad, por su delicadeza y su perfección; Tiempos modernos, por su construcción rigurosa... Y todas por lo feliz que me han hecho.

Pero existe otro Chaplin -¿o debería decir Charlot?- del que todos se olvidan al hablar de arte. Es el primer Chaplin, el discípulo aventajado de Mack Sennet, el de la Keystone y la Essanay, el de las películas de uno y dos rollos, el Chaplin aún no estilizado, el del splastick, el de las tartas y las tortas, el que se construía un estilo, el que iba perfilando un personaje que habría de marcar nuestro siglo, quizá menos poeta, menos artista que el que vendría después, pero que me hizo reír tanto o más (¿por qué no?).

Era un Charlot inocente, insolente, simple, primario, inmediato, egoísta, marginado, solitario, irracional, animal, infantil, intuitivo, demente, subversivo, surrealista, implacable, que si bien nunca llegó a ser tan bellaco como un Larry Semon (Jaimito), no era manco a la hora de pellizcar un trasero, poner una zancadilla o lanzar una tarta de crema. El más entrañable de los payasos.

Ahora que Chaplin nos ha dejado, antes que esa última imagen de un anciano decrépito en el circo en Vevey, prefiero recordarle hatillo al hombro, perdiéndose en el horizonte mientras la imagen funde en negro.

Dudo que en este siglo, o en los anteriores, un hombre provocase tantos millones de carcajadas como Chaplin. Sólo por eso es El Más Grande.

En sus memorias nos ha dejado su voluntad de hacer reir a la gente, un gesto romántico que no hace olvidar la carga crítica.

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