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Tribuna
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Desde fuera y desde dentro

En el plazo de quince días he estado en Buenos Aires, Nueva York, Washington y Puerto Rico, y he vuelto a Madrid. Ha sido mi primera salida al extranjero después de las elecciones de junio. De algunas cosas de esos países valdría la pena hablar con algún detalle, para poner nuestras ideas, más que «al día», «a la altura de las circunstancias». Pero lo que en este momento me interesa es la imagen de España vista desde fuera -desde tres distintas perspectivas- y su contraste, con la imagen que se está dibujando y difundiendo dentro del país.Si hubiera de expresar en una palabra lo que España suscita entre los que la conocen directamente o al menos sienten interés por ella, en Argentina, Estados Unidos y Puerto Rico, sería ésta: entusiasmo. Si pudiera agregar una segunda sería esperanza. Sólo en tercer lugar, movida por recuerdos viejos o por lo que los españoles dicen, asomaría tímidamente una tercera: temor.

He de advertir que por mis actividades en esos países he habla do públicamente ante muchas personas, y privadamente con un número muy crecido, y de diversos países americanos, europeos asiáticos y hasta africanos. Se trata de una «nuestra», pero indudablemente de mucho valor, y que refleja algo muy parecido a una visión global de nuestro país.

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Nos ven a los españoles empeñados en una fabulosa operación creadora; nos suponen llenos de alegría, libres y gozosos con los miembros desentumecidos, dispuestos al esfuerzo, con vencidos de que la indudable dureza de la tarea es un estímulo más. Nadie cuenta con que la cosas sean fáciles, pero ven nuestro camino abierto y expedito, sin trabas exteriores, con una finalidad clara, capaz de encandilar a un gran pueblo. Nos ven reconciliados, sin odios internos, más allá de las pesadillas, sin emigrados ni refugiados ni excluidos dueños de nosotros mismos Imaginan que eso nos hace respirar a pleno pulmón el más tonificante y menos contaminado de los aires: la libertad.

Tienen la impresión de que la dosis de acierto en la conducción de los asuntos públicos ha sido poco menos que milagrosa en los dos últimos años. Si se aprieta un poco a esos observadores, confiesan su gozosa sorpresa, por que los temores eran densísimos. La idea de la Monarquía -siempre un poco difícil de comprender para gentes de países de tradición republicana, como son los del Nuevo Mundo- empieza a penetrar en las mentes con una admiración que a ellas mismas las sorprende; y lo más interesante es que, lejos de verla como una «vuelta» al pasado, empiezan a mirarla como un descubrimiento.

Los que son profesionalmente expertos en política, en sociología, en economía -y así eran muchos de mis interlocutores y buena parte de mis oyentes- tienen considerable preocupación por unos cuantos problemas españoles: el estado de la economía, las huelgas, la retracción de los inversores, la descapitalización del País Vasco, una escarlatina de autonomías que van de lo más necesario y respetable a lo ligeramente cómico, que refluye sobre lo demás, desacreditándolo y comprometiéndolo. Una sola persona me ha preguntado, inquieta, sobre la posibilidad de que las agitaciones provoquen un golpe militar, y pareció convencerse, al cabo de unos minutos de conversación, de su extremada inverosimilitud.Es mayor la preocupación de los expertos por las posibilidades reales de una alternativa de poder. Algunos piensan que está tardando en cuajar una fuerza política revestida de los caracteres que habilitan eficazmente para el Gobierno inteligente de un país europeo: ideas actuales, eliminación de la demagogia, independencia, capacidad de cooperar con los que piensan de otro modo, ausencia de utopismo, responsabilidad. Opinan que el juego de la democracia exige dos equipos -por lo menos- capaces de enfrentarse con las dificultades del poder sin multiplicarlas alternativas que pueden ser acoIgidas sin zozobra, sea cualquiera la preferencia personal, por la totalidad del país. Estos expertos están impacientes por ver esas posibilidades realizadas; sobre todo, suponen que nosotros lo estamos.

Nos ven, en suma, dedicados a una gran empresa, en plena fae na, combinando la confianza con la crítica, estrenando de nuevo un gran país que vuelve a ser plena mente nuestro. Los que hablan nuestra lengua se sienten personalmente afectados por todo ello, implicados en nuestra gran aven tura histórica. Piensan que esta mos, y en alguna medida ellos con nosotros, iniciando una épo ca nueva de la que se puede esperar ilimitadamente. Esperar: la gran palabra, clave de la vida humana.

Al volver a Madrid, si fuera más superficial de lo que soy, si conociera menos profundamente mi país, pensaría que había lle gado a otro. Las paredes y los periódicos se encargan de desmen tir todo lo que se ve desde fuera Carteles, pintadas, embadurna mientos generales de fachadas, postes, señales de tráfico, amarillos buzones de Correos. Fealdad estética aliada con demasiada frecuencia a la fealdad moral: rencor, injurias, calumnias, quejas, protestas, toda la gama de lo negativo. Ni huella de empresa -de ninguna empresa-; nada que mire hacia adelante, ninguna propuesta alentadora, ninguna idea que merezca llamarse así y que tenga que ver con lo que es el mundo en que vivimos. Los periódicos y las revistas ilustradas no mejoran mucho la situación. Sus páginas están llenas también de lo negativo en todas sus formas, desde la información de lo que es negativo hasta el silencio respecto a casi todo lo que es positivo, desde la ampliación con microscopio de insignificantes minucias hasta el comentario interminable de lo que más bien merecería el olvido. Hay excepciones, claro está, pero si tuviera tiempo de hacer cuentas, de evaluar cuantitativamente lo que se sirve al lector y contrastarlo con la importancia real de las cosas, el resultado sería escalofriante.

Lo malo es que los hombres y mujeres suelen tener una visión muy limitada de la realidad y forman su opinión y su estado de ánimo más por lo que les dicen que por lo que ven -muchos llegan a no creer lo que ven, porque les dicen otra cosa, y se fían más de esto que de sus propios ojos-. Mis primeras palabras con un español fueron las que cambié con un taxista bastante simpático y despierto que me llevó desde el aeropuerto de Barajas a mi casa Me habló en seguida -suponiendo que faltaba bastante tiempo de España- de lo mal que estaban las cosas. Le pregunté qué es lo que estaba tan mal; salvo la referencia al encarecimiento de los precios y la perturbación de demasiadas huelgas, no encontró nada muy concreto de que quejarse; pero estaba en la convicción de que «las cosas van mal». Traté de explicarle cómo anda España utilizando los ojos con que se nos ve desde fuera, y aun que el viaje fue breve, porque el tráfico -por una vez- fue despejado, tuve la impresión de que empezaba a mirar las cosas directamente. ¿Es mucho pedir?

Para mí no hay duda. Los es pañoles -lo sepamos o no- esta mos metidos en una gran empresa, que es fabulosamente interesante. En lugar de «ir a menos», vamos decididamente a más. Cuando se aparta la vista de las paredes mancilladas, de los pasillos del Metro, innoblemente tiznados, de todos aquellos lugares manchados por la insolidaridad y el desprecio, de tantas páginas impresas mezclando bilis con la tinta, se advierte que España está increíblemente más alta que hace dos años, bastante más que hace uno, en ascenso total de su relieve, como si la llanura sé fuera convirtiendo en altiplanicie.

Una tarea apasionante nos reclama. Tantas cosas por hacer, y la evidencia de que podemos hacerlas, de que somos libres para hacerlas. No todos quieren, sin embargo. No nos engañemos, no caigamos en una confianza estúpida. Hay una fracción del país -varias fracciones, quiero decir- que no quiere nada de eso, que no quiere que hagamos nada interesante. Se dedican a poner trabas, dificultades, entorpecimientos; a desprestigiar todo lo valioso, y sobre todo lo que germina, lo que puede ilusionar; a mentir siempre que hay ocasión para ello; a hacer que olvidemos el camino avanzado, que nos sintamos peor que en 1975; a procurar que los españoles sean más pobres, menos cultos, menos cordiáles, menos esperanzados.

Creo que los que así actúan son muy pocos. Lo saben, y esa es la razón fundamental de su acritud, porque saben que se les están pa sando todas las oportunidades, que cuando España haya avanzado un trecho más, estarán perdidos. Quiero decir sus propósitos, porque ellos individualmente podrían estar salvados.

Ante cada acto, cada propuesta, cada afirmación, los españoles deberían preguntarse: ¿Adónde nos lleva? Si prolongamos las líneas, si suponemos realizado lo que se propone y seguimos en esa dirección, ¿adónde llegaremos? Bastaría con esto para que el peligro desapareciera. No habría que hacer gran cosa: solamente, al descubrir, cualquier meta indeseable, volverle cortésmente la espalda.

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