A caballo
Bueno, pues ya está, ya soy soldado de levita, de esos de caballería, porque he conocido por fin a mi caballo, ese caballo llamado Umbral, y nada más cambiar cuatro palabras hemos comprendido que somos nacidos uno para el otro, o sea que monto a caballo y me lanzo al reporterismo ecuestre, que la otra noche me ha dicho una señorita en Radio Madrid que por qué no me dedico al periodismo activo. Lo mío debe parecerle un periodismo de minusválido perezoso. Cómo son.Galopo al encuentro de Enrique Brinkmann, pintor malagueño, senador socialista, hombre joven y progre con algo de pasota de bien al que ha trajeado papá. Pinta como el Bosco, pero en abstracto, y hay en sus cuadros como un sueño cartográfico y una paciencia talabartera.
-Yo he vivívo toda la tragedia de Málaga -me dice-. A la gente se le había convocado para una gran fiesta andaluza y pacífica, o sea que fue una especie de encerrona y nadie entendía nada cuando empezó la violencia de los guardias. Ibamos al final de la manifestación y tardamos en enterarnos de lo que ocurría por delante. Yo creo que el presidente de la Diputación era falangista. No sé si la autonomía andaluza va a ser buena o mala a efectos económicos, pero la gente tiene derecho a sacar sus banderas.
Salto al caballo, que galopa y corta el viento, y voy pensando (uno no puede evitar el ser intelectual incluso a caballo) que la autonomía andaluza será buena si sirve para hacer la reforma agraria. Pero si va a seguir siendo una cosa de los Domecq y los siete sultanes de Persia, como decía el andaluz García Lorca, entonces no. Mi cabalgada llega hasta Carabanchel, donde me esperan, en el Instituto Emilio Castelar, de Enseñanza Media (el único instituto que lleva el nombre de un liberal, y no de un obispo, como dice García Pavón), unos cientos de chicos, el director, Joaquín Benito de Lucas, Poeta, al unas profesoras ácratas, como Covadonga, y algún militar separado del Ejército cuando la cosa aquella democrática, que está aquí de profesor de sicología. Guardamos un minuto de silencio por el muerto de Málaga y luego coloquiamos sobre la actualidad y sus gentes. Este Instituto parece una comuna libertana y funciona con alegría, imaginación y gracia. El caballo lleva teléfono incorporado, como los coches de los ministros, de modo que mientras cabalgo por General Ricardos, de vuelta a Madrid, contesto a varias entrevistas telefónicas, para Mundo y otras revistas, hasta llegar a donde están reunidos los de la Unión de Periodistas Democráticos, a la luz del descontento de Vázquez Prada y la barba rubia de Miguel Veyrat. Me bajo del caballo como el bueno de los westerns.
Nada, que Lucio de Alamo y compañía quieren poner un bingo para enjugar las deudas que ellos mismos han contraído, porque la Asociación de la Prensa pasa todos los meses seiscientas y pico mil pesetas de intereses por los préstamos y deudas contraídas, y lo del bingo es una ignominia y hay que ir a un verdadero órgano representativo del periodista, titulado o no, que es el que se gana la vida trabajando en los periódicos.
Por algo me resistía yo a adquirir el carnet de la Escuela Oficial o facultad esa de la cosa. Resulta que se puede acabar en croupier. Bueno, siempre es una salida para una profesión que ya no tiene muchas, pese a que hay tantas nuevas publicaciones, porque Emilio Romero, con tanto saber del tema, no sabía que el papel y la máquina que ha comprado son incompatibles entre sí. O cambia el papel o camibia la máquina. O pone un bingo.
Recorro los quioscos de Madrid a caballo, buscando en vano El Imparcial, para hacerme con él un sombrero tejano que vaya a juego con el caballo, y finalmente, llego a la calle de la Pasa, donde están los Tribunales Eclesiásticos, para encerrarme con Sacramento y otras feministas que protestan de la ignorancia o mala fe del borrador de Constitución sobre el tema del divorcio. A mí me dejan entrar, pero el caballo se queda fuera, por machista. Ya entre dos luces, me cruzo con la Policía Armada a caballo y con casco, por la Castellana. Madrid parece hoy el Lejano Oeste, como toda España. Me lo dice el caballo, que habla como en los westerns: «Jefe, aquí se masca la tragedia.»
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