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Crítica:CINE / "EL PRINCIPE Y EL MENDIGO"
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El peso de la púrpura

Hemingway dijo cierta vez que toda la literatura americana moderna había nacido de Mark Twain. Sin embargo, es preciso aclarar que al atribuir tal paternidad al autor, se refería a sus aventuras de Hukleberry Finn y a todas aquellas que tienen a las orillas del Mississipi como fondo y no a este tipo de relatos que, como Príncipe y mendigo, miran, sobre todo, a Europa, decadente, vecina a la corrupción cuando no a la hipocresía, en contraste con su América, a la vez austera y puritana.Basta echar una mirada a la América de hoy para comprobar en qué medida las cosas han cambiado y, sin embargo, ese espíritu un tanto provinciano, zumbón y cáustico, que puede percibirse en Los ingenuos en el extranjero y que supone encerrar en la mano no sólo la verdad de la moral, sino de la sabiduría, aflora una vez y otra en cuentos que, como el de este filme, tratan de ironizar sobre nuestra sociedad a su manera.

El príncipe y el mendigo

Según el relato de Mark Twain. Dirección: Richard Fleischer. Intérpretes: Mark Lester, Charlton Heston, Rex Harrison, George C. Scott, Oliver Reed, Raquel Welch, David Hemings, Ernest Borgnine. Inglaterra. Comedia. 1977 Locales de estreno: Palacio de la Prensa y Velázquez.

Allá por el año 36, William Kleig lo llevó a la pantalla con el mítico Errol Flyn y dos gemelos: Billy y Bobby Mauth, en una época en que las películas históricas de gran espectáculo hacían, desfilar ante, espectadores menos escépticos que los de ahora, la vida y aventuras de Stanley en Africa, virgen aún, Cristina de Suecia, Catalina de Rusia o María Estuardo.

Dividido en dos historias, a ratos paralelas, en buenos y malos, que en este caso suelen ser pobres y ricos, tales esquematismos, muy del gusto de cierto tipo de público, sirve para crear un leve suspense final, con el riesgo de la coronación del falso príncipe nada menos que en la abadía de Westminster.

Richard Fleischer, experto artesano, que tan pronto nos hace navegar bajo los mares a través de la imaginación de Julio Verne, como sufrir los avatares de la esclavitud en las espaldas de Mandingo, aplica aquí su carpintería industrial a un nuevo filme, que sí bien recuerda a Mark Twain en ciertos toques levemente optimistas, se queda, por lo general, en la superficie de un regular relato costumbrista, realizado en su mayor parte en Budapest, con saneados, recursos y, múltiples millones. Antología de actores estelares y, a la vez, alarde «artístico» al modo americano, a veces sus millones pesan y la historia acaba por volverse, más que lenta, pesada.

El realizador, como si, al igual que los espectadores y los protagonistas, no se tomara demasiado en serio la historia, parece a veces víctima de las mismas intrigas y ceremonias, que logra, no obstante, llevar hasta un final feliz y aleccionador muy dentro del estilo de tal tipo de empeños.

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