La hegemonía del castellano
La condición fronteriza de Castilla configuró el carácter histórico y lingüístico de ésta. Desde el valle del Ebro y tierras sorianas los musulmanes combatían duramente el extremo oriental del reino asturleonés; para resistir sus acometidas se alzaron en el siglo IX los castillos de la región.La serie de batallas que entonces se dieron entre Pancorbo y Albelda y las que en el siglo X se libraron en torno a San Esteban y a Gormaz hablan de la dureza de la contienda. Las gestas castellanas cantaban -sin duda exagerando- que hasta los condes tenían sus caballos en las mismas cámaras donde dormían con sus esposas, a fin de acudir sin tardanza a los rebatos. La igualdad en el esfuerzo y en el peligro aminoraba las diferencias sociales: todo el que podrá guerrear a caballo gozaba en Castilla de ciertas exenciones propias de la nobleza. Infanzones sin título, caballeros, villanos y hombres libres en general, imponen cortesanos, sin respeto a normas políticas o jurídicas oficiales.
Ese espíritu innovador hacía que los castellanos acogieran como suyo lo que en otros dominios cristianos se rechazaba por demasiado vulgar o activando otros cambios hasta llegar a etapas más avanzadas. En la Castilla de los siglos X y XI, que luchaba por su autonomía frente a las presiones de León y Navarra, se cultivó espontáneamente el fet diferencial, el hecho lingüístico diferencial, que pronto empezó a dejar de serlo al propagarse a las regiones vecinas. Ya en 1044 se registran castellanismos en documentos riojanos, y desde 1079, en los de Sahagún y Tierra de Campos. En 1085, con la toma de Toledo, comenzaba la castellanización de territorios donde antes se hablaban, conviviendo con el árabe de los dominadores, dialectos románicos mozárabes.
A la contienda por la autonomía política sucedió -lo aprendimos de Menéndez Pidal- el gradual progreso de la hegemonía castellana, lograda en gran parte a fuerza de prestigio y atracción. Lo peculiar de Castilla en los siglos XI al XIII fue incorporar a sus vecinos dándoles cabida en sus propias empresas.
En 1126, todavía bajo el aragonés Alfonso el Batallador, las gentes de Nájera se llaman castellanos en contraposición a los emigrantes francos, a principios del siglo XIII, probablemente cuando aún no se habían unido las coronas de León y Castilla, el Fuero de Oviedo preceptúa que uno de los merinos de la ciudad sea franco, y el otro, castellano. No hubo presiones políticas para la castellanización del habla en las regiones incorporadas: hacia 1235 los habitantes del valle riojano de Ojacastro estaban autorizados para emplear el vascuence hasta en usos judiciales; no obstante, dejó de hablarse allí. Los notarios del reino leonés siguieron empleando su dialecto después de la unión con Castilla, pero el ejemplo de la cancillería real y las obras jurídicas dirigidas por Alfonso el Sabio impulsaron la paulatina castellanización de su lenguaje.
Gallego literario
Tampoco hubo oposición oficial al cultivo literario del gallego, practicado por el Rey Sabio y por otros poetas castellanos de los siglos XIII al XV; pero en tiempos de Pedro el Cruel o sus inmediatos sucesores Macías, el mártir gallego del amor cortés, compone algunos poemas en castellano, aunque con los inevitables galleguismos, en el XV Juan Rodríguez de Padrón escribe toda su obra en castellano, y el gallego literario enmudece espontáneamente durante más de cuatrocientos años. En Navarra y Aragón la penetración de castellanismos fonéticos creció durante la baja Edad Media, a pesar de que el dialecto regional tuvo extensa literatura. Desde la entronización de los Trastámaras en ambos reinos la castellanización se intensificó: cáncioneros en sus cortes prueban que los trovadores nativos usaban el castellano igual que los emigrados de Castilla.
En tiempo de los Reyes Católicos los notarios aragoneses eliminaron voluntariamente los dialectismos regionales. Ya antes se habían dado casos de poetas catalanes bilingües, como Pere Torroella o Torrellas, a pesar del espléndido florecimiento de la literatura vernácula en Cataluña y Valencia.
El Cancionero general, reunido por Hernando del Castillo e impreso en Valencia en 1511, contiene poesías castellanas de unos veinte autores valencianos, bilingües o no. Uno de ellos, Mosén Narcís Vinyoles, publica un año antes un Suplemento de todas las crónicas del mundo, que había traducido del latín, a «esta limpia, elegante y graciosa lengua castellana, la cual puede muy bien, entre muchas bárbaras y salvajes de aquesta nuestra España, latina sonante y elegantísima ser llamada».
Poco después el barcelonés Juan Boscán inicia con Garcilaso la poesía italianizante en castellano, lengua a la que vierte el Cortesano de Castiglione. El catalán y sus variedades valenciana y balear dejaron de contar como instrumentos de literatura culta hasta la Renaixença posromántica.
En 1535 Juan de Valdés decía a sus interlocutores italianos que el castellano se hablaba «no solamente por toda Castilla, pero en el reino de Aragón, en el de Murcia con toda el Andalucía, y en Galicia, Asturias y Navarra; y esto aún hasta entre la gente vulgar, porque entre la gente noble tanto bien se habla en todo el resto de Spaña».
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