La Editora Nacional
Me parece que se anda gestando un documento o algo, en el mundo de los partidos políticos, para pedir la democratización de la Editora Nacional, que es una cosa que, como sugería yo aquí hace poco, ha servido mayormente para editar a los escritores que no encontraban editor. Yo, un suponer.En el año 65 me editaron a mí un libro de cuentos, Tamouré, y todavía me pasan cada seis meses liquidaciones de treinta y cuarenta duros. Me parece que tiraron unos 3.000 ejemplares y en doce años no los han vendido, cuando todos mis otros libros -más de cuarenta- han repetido ediciones en general y algunos están agotados. Esto no quiere decir que yo sea un escritor que mola, sino que la Editora Nacional no vende.
La cosa tuvo un falso resurgimiento con Fraga, que trató de hacer ingeniería cultural siendo ministro del invento, pero cometió errores como degradar al poeta José Hierro -al que pueden darle el Nobel cualquier día, como a Aleixandre-, y que era un valor que la Editora no se merecía. La cosa tuvo otro resurgimiento con López de Letona, que metió allí a poetas como Diego Jesús Jiménez y prosistas como Alfonso Grosso, pero a mí llegaron a pagarme mis discretos derechos semestrales en sellos de correos, sellos que aproveché para contestar las cartas de mis fans. La cultura franquista pagaba en sellos a los escritores. A otros les pagaron en tiros.
Hasta que llegó don Tomás Zamora, echó a los escritores y metió a una sobrina del padre Venancio Marcos y a un señor que pregunta, por ejemplo, quién es el traductor al castellano de José Martí. Ahora que se va a democratizar la tele, la prensa del Estado, Iñigo, la radio del Estado y todo, viene muy bien esa exigencia de los partidos o de quien sea, referida a la Editora Nacional, que ha editado siempre a los mismos, y a quienes no éramos los mismos nos pagaba en sellos de correos.
De todo lo cual se deduce que el Estado -dictatorial o democrático- no es artista y que el arte que hace el Estado está siempre entre los murales del Instituto Nacional de Previsión y el Valle de los Caídos, entre el realismo socialista y El acorazado Potemkin, película de la que aseguran los ácratas que es ya involuntariamente cómica.
El Estado tampoco puede hacer cultura, porque el Estado es una abstracción y los políticos son necesariamente iletrados, y a Aleixandre no se le podía nombrar durante bastantes años de franquismo, y ese Ministerio de Cultura que Ahora maneja don Pío Cabanillas ha debutado con una obra de Máximo y Salacrou, en un teatro nacional, obra que por Máximo, por Salacrou y por sí misma merecía algo más que un montaje y una compañía de velada colegial de fin de curso.
Los Gobiernos han sido siempre vagamente analfabetos, en todo el mundo y bajo todos los sistemas, pero la televisión ha puesto más en evidencia el analfabetismo ejemplar y secular de los Gobiernos, heredado directamente de aquellos príncipes medievales que no sabían escribir y de aquellos castellanos feudales que incendiaban la matemática y la astronomía por ser cosa de judíos e incluso de judeos, que aún suena peor.
Antes, el analfabetismo del poder se iba disimulando con justas en la plaza Mayor, pirotécnica de herejes y otras amenidades, pero la televisión, invento que los Estados han querido utilizar para sometimiento del personal, ha puesto en evidencia la incultura de dicho poder, porque es arma de dos filos, varios botones y muchos colorines. A mí, que no veo televisión, me interesa más la democratización de la Editora Nacional, la promoción a gobernador civil de don Tomás Zamora, que lo haría muy bien en cualquier provincia, la venta definitiva de mi tierno librillo y, sobre todo, que no me manden más sellos de correos, porque al recibirlos hace ilusión, pero luego comprende uno que los sellos no dan la felicidad. Al menos, y ya puestos en plan estanco, podían haberme mandado, alguna vez, farias.
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