Pan y libros
LOS LIBROS de texto mueven cerca de 4.200 millones de pesetas en el mercado interior español, con unos compradores potenciales cercanos a la cifra de siete millones de alumnos. Se trata, pues, de un «mercado cautivo»: los estudiantes de EGB o BUP están obligados, a comprar los libros de texto, aunque la pluralidad de firmas editoriales permita a sus profesores elegir autores o enfoques. Por lo demás. el Ministerio de Educación ejerce sobre este campo una vigilancia muy estrecha, que se materializa en la aprobación del contenido de los libros y en la fijación de los precios. El primer aspecto de esa intervención estatal convierte al Ministerio de Educación en el último bastión de la censura, el control de los precios -establecidos por orden mínisterial- hace inoperante la analogía con la cuestión del pan, aunque un gobernador civil, justificadamente orgulloso de su mano dura con los panaderos, haya sentido la tentación de establecerla.Los editores de libros de texto manejan un producto casi tan perecedero como las frutas o las verduras tempranas. Sólo disponen de un plazo limitado -el primer mes del curso- para colocar una producción cuya pre paración e impresión les lleva el año entero. Además, deben competir entre sí para aumentar su participación en el mercado. Por esa razón, la agilidad en los instrumentos de comercialización puede ser tan importante como la calidad del propio libro a la hora de dar salida a su producción.
Durante muchos años, la falta de agresividad de ciertos sectores del aparato de distribución librero -gravemente dañado por la atonía cultural de la postguerra y los estragos de la censura- creó el vacío que «permitió» a los colegios obtener la licencia fiscal como libreros y negociar directamente con las editoriales el suministro de los textos. Es presumible que esa relación directa haya dado lugar a tratos no transparentes, cuyos beneficiarios pueden haber sido los propios centros escolares o el personal docente pero en ningún caso los alumnos. En cualquier caso, la responsabilidad por esa práctica se halla demasiado diluida para imputársela exclusivamente a los editores.
Los libreros denuncian esa situación y exigen que la comercialización de los textos pase siempre por los establecimientos abiertos al público que son estrictamente librerías. Evidentemente, hacen bien en defender sus derechos a participar mayoritariamente en los beneficios; que los márgenes comerciales -unos 1.200 millones de pesetas- de la industria del texto crea.
Pero no es con criterios gremiales de corte medieval como pueden conseguir sus objetivos: el monopolio de venta al por menor de un artículo mediante una protección legal nos remite a los ensueños corporativos más que al proyecto de una sociedad libre. Será su agilidad, competencia, solvencia y trabajo lo que les permitirá encauzar la demanda escolar; otra solución sería aspirar a una renta oligopólica de situación difícilmente justificable.
Por lo demás, no parece sensato que los libreros difuminen sus reivindicaciones empresariales, en sí mismas legítimas, mediante una falsa imagen de defensa del bien colectivo. Así, cuando proponen rebajar el precio de venta al público de los libros en un 25 %, a repartir por igual entre editores y libreros, están sumando peras y manzanas. Los libros de texto son para el librero una parte de su cifra de negocios durante una parte del año. Al editor de libros de texto se le pide que sacrifique el mismo porcentaje -el 12,50 %- de toda su cifra de negocios y sobre un precio que ha sido fijado por el Ministerio de Educación.
Los libreros son un respetable sector de la industria cultural y, a la vez, empresarios que precisan de un margen de beneficio para subsistir y crecer. Lo mismo sucede con los editores, que además ocupan un importante puesto en la actividad exportadora. Ambos pueden entrar en conflicto a propósito de márgenes comerciales, descuentos, formas de pago, etcétera. Y es lógico que unos y otros traten de defender lo mejor posible sus intereses. Pero lo que parece estar fuera de foco es la politización del conflicto. La acusación de los editores de que el cierre de los libreros en el INLE pone en peligro el proceso la democratización del país es simplemente ridicula y la búsqueda por los libreros del apadrinamiento de los parlamentarios de los partidos y de las centrales sindicales de trabajadores (¡para solidarizarse con unos emprasarios!) linda con el absurdo. Es engañar a los ciudadanos disfrazar los objetivos mercantiles tras una pantilla política.
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