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Tribuna:Proceso a la izquierda / 6
Tribuna
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La jerarquización, como traba al debate interno

Los partidos comunistas -incluyo en ellos no sólo a los reconocidos oficialmente por sus pares, sino también a los disidentes y «heterodoxos»- han abandonado en verdad en los últimos años los hábitos más negativos y escandalosos del estalinismo: exclusiones, anatemas, destrucción simbólica -quema en efigie- de los desviacionistas. Pero, en grado mayor o menor, las relaciones puramente verticales entre los miembros del grupo -jerarquización que impide de hecho el debate interno y la libre circulación de ideas- siguen gozando de un estatuto privilegiado, intangible. «Si el militante es un ser aislado dentro de la campaña neumática de su organización de base, incomunicado del resto del partido y, por tanto, indefenso ante los designios de las instancias superiores, escribe Petkoff, su posibilidad de participar en la elaboración de la política, en el control de ella y en la toma de decisiones es prácticamente nula.» Dicho planteamiento nos remite a la célebre polémica que opuso Rosa Luxemburgo a Lenin, cuando la gran revolucionaria alemana apuntaba de modo profético a las peligrosísimas consecuencias de un principio de organización interna que conducía derechamente a los excesos del burocratismo. Gústenos o no, la realidad nos muestra que el llamado centralismo democrático, tiene muy poco de democrático y mucho de centralismo -si por ello entendemos la existencia de un grupo dirigente que actúa y se considera a sí mismo «como el ombligo del mundo». La concentración del poder de decisión, la irresponsabilidad de los líderes ante la base, el juego de las camarillas, etcétera, embeben aún la práctica de los partidos revolucionarios de Occidente, pese a los loables esfuerzos de algunos de ellos por adaptar la fraseología a los hechos y poner fin a la gangrena del autoritarismo. Petkoff denuncia con razón estos falsos ambientes de «unanimidad» y «monolitismo», que, según el paradigma soviético, convierten las reuniones y asambleas populares en verdaderas ceremonias litúrgicas. La espontaneidad de las masas es sustituida entonces por un ritual religioso, cuyo efecto alineador está a la vista de todos. El formidable poder del,aparato sobre el militante origina, como señala Petkoff, «una atmósfera de intolerancia política que insensiblemente va conformando militantes para quienes la cacería de brujas y los dramas inquisitoriales resultan completamente normales y justificables», lo que le ¡leva a concluir -y este es el problema básico al que hoy se enfrentan los movimientos revolucionarios de Occidente- que dicha práctica «encierra no pocos interrogantes acerca del poder político que podría surgir de tales concepciones y de tales modelos institucionales».La credibilidad de la alternativa socialista -en particular en el ámbito de los países de democracia parlamentaria- exige un análisis profundo de los diferentes «modelos» del presunto socialismo en el poder a fin de evitar en lo futuro los errores y abusos que han transformado los regímenes autotitulados marxista-leninistas en las sociedades autoritarias y opresivas que hoy conocemos. Las críticas de Santiago Carrillo a la realidad soviética -pese a sus límites, escamoteos y ambigüedades- constituyen -en razón del cargo oficial que desempeña- un primer paso alentador en dicho terreno. El consabido argumento de «ocupémonos en lo que aquí ocurre en vez de meter las narices en Moscú, Pekín o La Habana » es la última versión de aquella forma espaciosa de razonar según la cual toda crítica de la URSS y el «socialismo real» proporciona armas al adversario. En la lucha implacable entre socialismo e imperalismo, se nos dice, no podemos permitirnos el lujo de la autocrítica: acabemos primero con el monstruo imperialista y ya tendremos luego ocasión de analizar nuestros, propios errores y faltas. Pero los que así razonan olvidan que para vencer al monstruo imperialista es indispensable ante todo clarificar y hacer plausible la alternativa que los partidos revolucionarios postulan. Invocar el cerco capitalista de la URSS, la presencia del enemigo a noventa millas, etcétera, es el método infalible de prevenir cualquier tentativa de debate y aplazarlo a un período futuro que se aleja de nosotros, como un fenómeno de espejismo. Si ello pudo ser excusable en determinados momentos de peligro real -la URSS asediada e invadida en 1918-22, la Cuba agredida en Playa Girón- su prolongación durante cuarenta años es. a todas luces, injustificable y absurda.

Al tocar el tema, Petkoff apunta con razón al hecho de que ha sido una de las causas primordiales de la esterilización del pensamiento marxista: «A, fuerza de negarse al análisis concreto de las sociedades socialistas concretas, so capaz de no proporcionar armas al adversario (...) el marxismo oficial ha dejado, entre otras cosas, de ser marxismo, para de venir en un catálogo de vulgarizaciones, por un lado, y de justificaciones semireligiosas de la realidad de los países socialistas por el otro ( ... ). Precisamente por no «hacerle el juego al adversario» se han petrificado las costumbres antidemocráticas en el campo socialista y se han olvidado las exigencias de una democracia socialista. «No hacer el juego al adversario» ha sido la coartada perfecta para el monolitismo, para el monopolio político de un solo grupo, para la regimentación de la vida política y cultural ( ... ), para que la construcción de la nueva sociedad siga siendo obra paternalista de una minoría esclarecida que la otorga a una masa sumisa y agradecida.»

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