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Tribuna
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El ámbito museístico

En una ciudad distinta a aquella en que vivimos, al acercarnos de visita -nunca puede ser más que eso, una visita- al museo, parece como si nuestro paso se acelerara para tras pasar con rapidez máxima sus puertas. Generalmente atentos al terreno que pisamos, a la charla que mantenemos o a la gula que nos indica ya la nónima de obras que lo habitan.Una vez en el vestíbulo, mientras pasamos nuestra entrada, si alguien, avisado, nos preguntara por la fachada del edificio, a buen seguro que la mayoría quedaríamos estupefactos e incapaces de recordar el conjunto; tan sólo algunos detalles -muy posiblemente decorativos- y que en ese rápido recorrer nuestra vista por los muros han venido a resaltarse como si de cuadros o esculturas independientes se tratara.

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Ya dentro del museo, nuestro paso más lento se dirige con precisión de cuadro en cuadro, de sala conteniendo cuadros a sala conteniendo cuadros. Cada una de las obras, acompañada siempre por otras parejas, aunque siempre distintas y que merecen atención diferente, acaparan por completo nuestro interés. Avanzamos de una sala a otra mirando muy ligerísimamente el espacio propio de éstas. Atisbamos, como ocurriera al principio, mínimos detalles, apariencias decorativas que saltan ante nosotros como impelidas por cierto afán de combate con tanto enemigo consagrado por el uso.

Si ese olvido del entorno, del espacio propio del edificio, resultaría en numerosos ejemplos ignorancia peligrosa, en el caso que justifica estas notas, el museo de Arte Abstracto de Cuenca, sería dos veces peligroso.

Pensemos en un museo -con todo lo que la palabra implica ya en órdenes distintos al que hasta aquí hemos venido mencionando- que fue, originalmente, imaginado en un lugar muy distinto al que hoy se encuentra. Dos ejemplos: de la luz, plana, con variaciones casi excesivas de matiz y de cromía en el tiempo del mediodía al atardecer, de Toledo (ciudad en que primero pensó Fernando Zobel) a esa otra luz que, si la metáfora es permisible, resultaría una luz oblicua, una luz que parece chocar y reflejarse en cada diminuta desviación de la Hoz del Huécar y que finalmente arrasa en un suave deslizarse las Casas Colgadas en que el museo se encuentra definitivamente enclavado.

Ciertamente, en uno u otro enclave, necesaria ha sido la mano del hombre, no ya para seleccionar las obras expuestas (cuyos criterios, dificultades, aciertos, etcétera, serán mencionados por mil compañeros), sino para hacer que lo expuesto y el espacio de exposición vengan a ser convivibles. Un ejemplo, la distancia entre esa habitación cuyas ventanas dan directamente a la Hoz del Huécar, y que en las visitas que recuerdo -tal vez no las mismas que el lector ya que la colección rota y se transforma cada equis tiempo- mentenía las obras de Tápies y La ventana de Lucio Muñoz, a pesar de la luz artificial que intentaba matizarlo, pegadas al muro, ceñidas a él, rotundamente marcadas en sus límites; la distancia, digo, entre esa y la Sala oscura, ajena por completo a la luz natural, ajena por voluntad de los organizado res del museo y que hacía vibrar los cuadros de Antonio Lorenzo negando sus límites, abriéndoles y haciendo casi brincar los colores de un extremo a otro de aquel en que estaban colocados. Localizar en esa habitación el paño negro que tapaba una ventana y corriéndola levemente dejar entrar esa luz de Cuenca antes mencionada, fue suficiente delito para que nada resultara soportable.

Todo lo anterior no es sino un intento, tan sólo iniciado, de pensar el museo de Cuenca desde otro punto que se quiere ajeno al mero alabar la colección en él reunida (alabanza que juega sobre seguro, el museo funciona como lección) e intenta mirar detalles que las personalidades artísticas de Fernando Zobel, Gustavo Torner, Gerardo Rueda y los conservadores del museo hacen más difícil destacarlos. No sólo la bonacible disciplina de ordenar un museo, sino una cierta, especial delicadeza para ordenar el gusto.

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