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Tribuna
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De las virtudes del mito

Aquéllos que han contemplado el Guernica de Picasso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, cuentan que no es cierto que sus únicos colores sean la escala del blanco al negro; por un artificio inherente a la tela en que está pintado, posee en las zonas en blanco tonalidades que le confieren un cierto temblor, un muy suave ondular de la luz en ese largo recorrido que los ojos tienen que realizar para contemplarlo entero.Según la cabeza del espectador gira de izquierda a derecha -de acuerdo con nuestro sistema de lectura-, ese rosado de la tela no cubierta por la pintura juega su juego con el negro y produce una vibración azul preñada de matizaciones.

Es más, el tamaño de la tela de 7,8 metros de longitud, por 3,5 de altura, parece absorver al espectador haciéndole que el recorrido -a contrapelo de la situación, del tema- sea fatigoso. Fatigoso no sólo por esa marcha en sentido inverso, sino por lo trágico del tema pintado y que Pablo Picasso realizó en tales proporciones que ante él nadie puede apartar la mirada, quedando ésta fija en esa gigantesca mancha negra pegada al muro.

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Todo lo anterior, sin embargo, no deja de ser una mera fantasía para el inmenso número de los que conocen el Guernica sin haber tenido nunca el original ante sus ojos.

Para ellos, el cuadro únicamente posee dos colores sin vibración alguna, dos colores, además, que en muy raras ocasiones corresponden al blanco y al negro -más corrientes resultan el gris sucio y un marfil carente de brillantez-.

Para ellos no hay posibilidad de fatiga recorriendo recorrido alguno, ya que los ojos copan en un solo vistazo el tamaño standard -cuando mucho en dos formatos- del poster que contiene la obra de Picasso.

Sin embargo, pese a todo, absurda resultaría la afirmación de que en labor como la mencionada quedase deshonrada la pintura, ¿quién podría determinar los cauces exactos por los que la imagen de una imagen ha de ser distribuida?

En menoscabo de la pintura juegan aquellos que quisieran determinar no sólo los cauces antes mencionados, sino aquellos otros que en razón de no muy claras interpretaciones y representaciones, normativizan tanto la práctica de la pintura como aquellas otras que en líneas generales atañen a uno u otro territorio de la expresión.

La pintura, en cuanto pintura sensu strictu, posee sus propias virtudes y sus propios límites cuya nómina no corresponde mencionar en estas notas. En ella hablaremos de fenómenos, que aunque en su origen nombren a la pintura no le corresponden, en rigor, únicamente a ella.

No en vano la historia sólo en contadas ocasiones posee obras destinadas a ser reproducidas infinitas veces, a ser contempladas por miles de ojos fuera de su apariencia real, o, lo que es lo mismo, la historia sólo en contadísimas ocasiones posee obras destinadas a la categoría de mito.

El hombre, sin embargo, posee una infatigable voluntad mitificadora. Construye, sin cesar, mitos parciales cuyo predominio se mantiene durante, oscilantes espacios de tiempo para finalmente desaparecer sustituidos por otros cuya novedad -por impulso de numerosos intereses- los alza al primer plano de la actualidad. Una condición generalizada en estos mitos parciales sería su carácter restringido, su alcance meramente nacional, cuando no nacionalista. El conseguir que un mito traspase la inmensa suma de las fronteras requiere una acumulación tal de factores, que explica el escaso número de ellos con los que la humanidad -en nuestro caso, la humanidad de occidente- cuenta.

Obras como la mencionada, albergadas donde quiera que estén, poseen otros muchos tipos de existencia. Destinadas a una reproducción masiva, se convierten en imagen-fetiche que bien convoca a dirigirle una mirada satisfecha por lo que nuestra cultura es capaz de producir -epígono, pues, de toda una labor colectiva, resumen de una historia pública-, o bien, cuando las circunstancias de su producción así lo propician, su carácter de fetiche se orienta hacia una labor de agitación, de toma de conciencia ante los sistemas de explotación del hombre por el hombre. Tal sería nuestro caso ahora.

Bien en una, bien en otra circunstancia, lo cierto es que el primitivo carácter de la obra se olvida. La obra en sí, es, cuando menos, inoperante para el mercado de la cultura; aquello que resulta comercial, por tanto, realmente apreciable para una mayoría, es la imagen concedida a la obra, la imagen superpuesta en la reproducción masiva. En una mayoría de casos, no cabe la menor duda, ninguno de los que apreciamos al máximo la reproducción que conocemos del Guernica, nos inmutaríamos al tener ante nosotros el original. La imagen del mito, mal que bien, ha cumplido su misión.

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