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Premios para el cine español

La permanente crisis del cine español no ha desaparecido, por supuesto, pero sí parece haberse amortiguado, al menos si juzgamos con un criterio triunfalista y anacrónico. Una industria que copa premios en los festivales, obviamente, no puede estar en situación agónica. Cuando los profesionales del cine hispánico se convierten en los protagonistas de ferias tan distintas como Cannes, Berlín y Moscú -por citar sólo tres ejemplos señeros e indiscutibles-, cuando los galardones más renombrados parecen llover después de una pertinaz sequía de más de cuarenta años, eso quiere decir -en la óptica torpe y apresuradamente maquillada de los demócratas de última hora- que todos los problemas se han desvanecido y nos encontramos ante una situación jubilosa.Lamento discrepar de este planteamiento, porque uno -que sólo tiene la dosis de masoquismo necesaria para sobrevivir, lo que puede ser una desgracia como cualquier otra- también desearía una real situación de progreso y desarrollo auténticos para nuestro cine, pero este: reparto casi multitudinario de premios sólo significa, en el mejor de los casos, el reconocimiento tardío de unas trayectorias creadoras, aisladas. Ninguno de estos galardones -a los que podríamos agregar algún ilustre «Oscar» a la dirección artística y decoración, en años pasados, como los recibidos por Gil Parrondo, Antonio del Castillo o Berenguer, iluminador en la segunda unidad de Doctor Zhivago, aunque el trofeo fue para Freddie Young, autor nominal de la fotografía de la película- nos puede servir de apoyo para pensar que la cinematografía hispánica, en su conjunto, ha conseguido una mayoría de edad. Seguimos con una penuria financiera absoluta, la falta de institucionalización de las diversas categorías profesionales, los problemas derivados de una necesidad de sindicación hecha posible por la caída en vertical del sindicato del mismo nombre, el arribismo de amplios sectores industriales, y la prolongación de una censura anacrónica y residual que permite casos tan rocambolescos como que Camada negra sea aprobada, ín extremis un día antes de ser exhibida en el Festival de Berlín o que un celoso funcionario se atribuya funciones censoras en el mismo lugar, arrancando unos carteles que son autorizados después, por el director general correspondiente. (¿No sería una buena idea dejar que el cine lo arreglen los que lo hacen y los funcionarios se dediquen a las tareas propias de su sexo?)

Sería un cuento de nunca acabar, enumerar, así, por encima, algunos de los males sempiternos del cine de nuestros pecados, pero no es ocioso insistir en unos cuantos criterlos elementales. Los problemas no han venido del cielo, ni obedecen a nuestra incapacidad innata para crear en términos de imágenes animadas como pretendían algunos excelsos representantes de las décadas pasadas. Los males de esta industria han sido creados deliberadamente por la indecencia y la corrupción inimaginables de unos cancerberos refugiados en un régimen arqueológico que propiciaba una perenne situación de tutela y esclavitud, donde la libertad de creación estaba proscrita para siempre y en el que la pornografía más abyecta se ha instalado.

Estos premios que apenas bastan para la promoción personal de los premiados, o para la legítima satisfacción de sus allegados, no tienen el menor valor más allá de sí mismos. Muchas veces he escrito, que los premios en los festivales, son el resultado de mil componendas y presiones y que, alguna vez, hasta llegan a recaer en los mejores, pero ni siquiera este dudoso resultado basta para sancionar una práctica insostenible -la competitividad en los festivales- que debería ser abolida para siempre. El que ahora, e inesperadamente para muchos, sea nuestro cine el beneficiario del sistema, no es razón suficiente para echar las campañas al vuelo y alabar lo que antes vituperamos. Las películas, sus autores, intérpretes y técnicos, son malas, buenas o regulares a pesar de los premios o contra ellos. Que Camada negra es una espléndida obra, audaz, libre, con una calidad poética infrecuente entre nosotros, y Manolo Gutiérrez Aragón uno de nuestros mejores directores, es una evidencia que se impone hasta para el observador más desprovisto de ingenio. Que Fernando Rey, José Luis Gómez y Fernando Fernán Gómez son actores de una categoría sin límites, es algo ya comprobado, que ningún premio puede incrementar y que no necesitaba refrendos. Que El puente y Juan Antonio Bardem -con mis respetos para una trayectoria ideológica impecable y consecuente, rara avis entre nosotros, y una insistencia titánica en el desarrollo de una forma de concebir el cine, que no comparto, pero sí estimo sea, respectivamente, una película simple y equivocada y su autor un artista en declive es también algo muy claro,que no cambia porque los camaradas de Moscú entreguen sus galardones.

Bien venidos sean los premios, si sirven para algo o traen algún beneficio personal para los beneficiarios. La única compensación -desde mi punto de vista subjetivo, por supuesto- es su carácter compensatorio, lo que supone como afirmación de unas líneas creadoras, marginadas, anuladas o silenciadas durante la época anterior. Ni el más experto pro.pagandista podrá, esta vez, saludar el nacimiento de otro nuevo-nuevo cine español, porque ninguno de estos trabajadores es nuevo, estrictamente hablando, ni recién llegado. Todo lo más, y ya sería mucho, proceden de una época donde la inteligencia, el talento y la capacidad infrencuente de pensar estaban mal vistas.

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