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Reportaje:

Aproximación crítica a la VI Documenta de Kassel

No es fácil someter a crítica esta VI Documenta de Kassel, organizada, montada y ofrecida a la contemplación, según he dejado escrito en crónicas anteriores, al margen de todo criterio. En ella hay de todo, todo cabe y todo vale: las nuevas tendencias abstraccionistas comparten el ámbito expositivo con trasnochadas figuraciones alegóricas, debidas a ciertos pintores de la Alemania del este; la fotografía, la proyección cinematográfica y el video (la tan cacareada novedad de la, presente edición) ocupan estancias contiguas a otras en que se exhiben ordenaciones minimales y espectáculos conceptuales, propuestas ecológicas y reconstrucciones arqueológicas. Todo ello, en las amplias y abarrotadas salas del Museum Fridericianum.

El palacio de la Orangerie, por su parte, abre sus puertas a una soberbia colección retrospectiva de dibujos (de 1964 a los corrientes) y a una enigmática exposición de modelos de automóviles que oscila entre la utilidad y la fantasmagoría, en tanto la muestra del libro como objeto (o sin posibilidad de lectura) se compagina, en los salones de la Neue Galerie, con la lectura del espacio exterior, merced a la encadenada sucesión de indicaciones escultóricas y arquitectónicas, realizadas en hierro, en acero en madera, en hormigón..., y estratégicamente diseminadas por parques y jardines de la ciudad del Fulda.

Todo vale y todo cabe. A falta de la más somera orientación por parte del comité organizador, que tampoco parece bien avenido (el día mismo de la inauguración dimitían de sus cargos Evelyn Weis y Klaus Honnef, responsables de las secciones de pintura y fotografía), ha de ser el visitante quien se forje un programa de uso personal o una pauta de discernimiento. En condición de tal, yo me he trazado la mía, por más que se debata entre los extremos de esta tan flagrante contradicción: de un lado, se patentiza en Kassel la pública exaltación de lo inútil, la efusión del derroche; de otra parte, se advierte algo así como una llamada a la conciencia de la incomunicación y de la catástrofe.

Derroche y festividad

No sería desdeñable el primer aspecto, de acomodarse (cosa que en Kassel no ocurre) a la exigencia de festividad que la sociedad reclama, y el arte sería capaz de acoger, frente a los deshumanizados fines de la producción.. El hombre de hoy, falto de un auténtico espíritu festivo (su día de fiesta no es más que el cese reglamentado y semanal en su actividad productiva, la recuperación mecanizada -se habla de fiestas recuperables-, o la reserva convenientemente establecida para reanudar su entrada sistemáticamente al engranaje de la producción), Se hace irremediablemente insensible a la idea de exuberancia, de inutilidad, de derroche, y mal puede, en consecuencia, participar del sentido del arte; porque, de acuerdo con William. Blake, «sólo el derroche es belleza».

La creación artística podría equipararse, por este camino, a la creación cósmica. No es mal síntoma que Georges Bataille, a la hora de exaltar el valor de lo inútil, nos proponga el ejemplo del sol que regala el derroche de sus rayos a todo un sistema cósmico, sin recibir nada, absolutamente nada, a cambio. Aún más, dijérase que el diario despilfarro de tanta, tan gratuita y gozosa energía llega a la hipérbole cuando, excepto la Tierra, reciben incesantemente el puro don del sol unos cuantos planetas colosales y, que se sepa, esencialmente improductivos (¡para qué tanta luz cayendo, día a día o milenio tras milenio, sobre la solitaria, silenciosa y estéril superficie de la luna!).

La idea de la pérdida (digan lo que digan los defensores, de la entropía) excede con creces las fronteras del arte, para abarcar, según Bataille, la exuberancia misma, el derroche absoluto del cosmos. No todo es reducible, por fortuna, a las inhumanas premisas de la producción. Frente a ellas, hay estados de absoluta donación que, como tal, no admite trueques, recompensas y recuperaciones (la gran fiesta del sol, diría, esfiesta irrecuperable), estados que ni siquiera se ofrecen y consuman como fines en sí mismos, porque se nos dan y prevalecen con el sacrificio tajante de toda finalidad.

Otra es, sin embargo, la exaltación del derroche que en Kassel se ha pretendido provocar. En vez de proceder mediante los medios propios del arte frente a los fines de la producción, se han convertido éstos en medios, dando lugar a que, mordiéndose el pez la cola, prevalezca un perpetuo círculo vicioso del que voy a ofrecer un par de ejemplos. El día mismo de la inauguración, a las dieciséis horas, un piloto deportivo de Nueva York abre el depósito de gasolina de su avión, salta en paracaídas y deja que el aparato se estrelle contra un basurero. El espectáculo era transmitido, vía satélite, sobre una pantalla gigante que al efecto se había instalado en el monumento a Hércules, en el centro de la ciudad germana.

A poco que se analice el caso, se llega a la conclusión de que todo el happening (desde el vuelo del avión, deposición del combustible, salto del piloto y choque caltlulado..., hasta su retransmisión televisual) obedece a los fines d e la producción, convertidos en presuntos medios de expresión artística. Algo parecido cabe decir del kilómetro.

Aproximación crítica a la VI Documenta de Kassel

terrestre-vertical del yanqui Walter de María. En la plaza del Rey Federico se ha instalado una torre de prospección petrolífera, con el sólo objeto de perforar el suelo en un kilómetro de profundidad, a cargo de una prestigiosa empresa del ramo, que de esta suerte se hace la publicidad en tanto el artista creador de la idea (¿el arte conceptual por correspondencia?) toma el sol en la costa de Miami. Concluida la operación, Walter de María regalará el agujero a la ciudad de Kassel. ¡Todo un gesto!Derroche, sí, pero a merced de los fines (y los dólares) del mundo de la producción, que en modo alguno se verá combatida, antes bien ensalzada (vale para construir y destruir), por unos procedimientos enteramente desafectos a la noción del arte y a la idea defestividad. ¿Cabe, en fin, imaginar que treinta científicos del Center of Tecnology de Massachusetts se dediquen a probar eventualmente, en los jardines de Kassel, los efectos de un arco-iris (columnas de vapor, cables hipertensos, efectos sonoros, pantallas transparentes..., rayos lasser incluidos) cuyo destino último y estable será (¡y a qué precio!) el ornato de los jardines de la Casa Blanca? La producción, de esta suerte, desbanca al arte, desvirtúa el espíritu de laflesta y provoca el derroche a través de sus propios y univocos fines, convertidos en medios circunstánciales de un entretén que, lejos de atacarla, la glorifica.

Catástrofe e incomunicación

En sentido contrario (y junto al otro avión que en vano, y por razones de censura, intentó Wolf Vostell colocar en el remate del museo de Kassel como signo de amenaza del engranaje de la producción sobre el universo de la creación) vale la pena citar el doble puente construido y en parte destruido por el canadiense Trakas: dos largos pasadizos perpendiculares (el uno de madera, y de hierro, el otro) que, al llegar a su encuentro, han sido volados por una bomba, abriendo un enorme socavón a los ojos estupefactos de quien por ellos camina. Las precisas orientaciones, signos y semáforos de la tecnología -quiere el canadiense advertir al transeúnte bien pudieran conducirnos a la catástrofe.

El germano Gerz nos deja un sencillo y dramático testimonio de la incomunicación. En una amplia sala del Museum Fridericianum teñida de penumbra ha dispuesto, enfrentadas cuatro a cuatro, dieciséis sillas de madera, simétricas, austeras, monacales, y bajo cada una de ellas, una plancha de plomo con la huellas de las plantas de unos pies humanos. Tras haber recorrido, a lo largo de dieciséis días, el trayecto de ida y vuelta del Transiberiano en un departamento herméticamente cerrado y privado de luz, quería Gerz transmitir a los demás todo el proceso de su experiencia interior. Concluido el viaje, llegó a la conclusión de que lo íntimamente comunicable es imposible de comunicar, dejando al curioso, por todo argumento, la rigidez de unos leños, el aura de la penumbra y el sudor de unos pies.

Tal es, por vía contradictoria, el resumen crítico de lo visto a lo largo y lo ancho de esta VI Documenta de Kassel, organizada, montada y dada a la luz de espaldas a la más remota idea de criterio. Quiere, de un lado, el tinglado de la superproducción adueñarse de la festividad, su irreconciliable enemiga. De otra parte, no faltan, por fortuna, quienes denuncian el suceso u oponen la verosimilitud de la catástrofe o la creciente dificultad de comunicarse los humanos, cuando más y mejores parecen, justamente, los llamados medios de comunicación. Del resto merece destacarse la soberbia exposicion retrospectiva de dibujo y las impecables indicaciones espaciales, a campo abierto. Hay, por último, un dato que entraña todo un síntoma: el buen acabado, dicho en término industrial, de las más de las obras expuestas. De acuerdo con él y con Hausser, se me ocurre preguntar: ¿ha llegado el arte moderno al límite extremado de su perfección, esto es, de su acabamiento o, al menos, de su manierismo?

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