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Acción aeronaval de Adolf Schlosser

Los primeros calores nos han traído un Icaro redivivo. El escultor austríaco Adolf Schlosser decidió, el pasado lunes, someterse a la tentación, imagino desde tiempo acariciada, de emprender un vuelo, armado de una de sus construcciones membranosas. En la línea de esa nostalgia de los pájaros que fueron las alas mecánicas de Leonardo y el Letatlin, los seudo-ornitópteros que ocupan buena parte de la obra de Schlosser resultan, a mi juicio, lo más gratificante de su producción. ¿Qué duda cabe que su contemplación acaba siempre por inducir al deseo de emprender con ellos el gran salto? De tal guisa el propio escultor levantó el reto una tarde veraniega. Armado con un artefacto de aluminio y lona tensada, ascendió a una torre de estructura metálica situada al borde de una piscina en forma de ameba, se, acercó al borde del abismo, dio un nuevo paso y... Amargo destino que habrá de repetirse una y otra vez hasta el fin de los tiempos. Ni Icaro, ni Leonardo, ni Tatlin habrían de colmar con buena fortuna sus ansias de vuelo. Tampoco aquí era posible quebrar el mito. Schlosser se precipitó cual plomada hasta zambullirse en el agua. La espera, los largos preparativos, la expectación del público se resolvieron en un instante. Mas nadie resultó sorprendido, confiados como vivimos en la fidelidad de esa vieja amante que es la ley de la gravedad. Lo insólito, lo inesperado y secretamente deseado por quienes en este mundo no encuentran sino motivos de aburrimiento, hubiera sido el verle elevarse por los aires, perversamente alejarse hasta desaparecer en el horizonte. Pero no hubo peligro. Los celebrantes pudieron soltar un suspiro de alivio y esbozar, a lo sumo, una sonrisa cómplice, apuntar que aún nos queda la venganza del sueño y pensar que SchIosser cayó como si volara.

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