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Reportaje:

Traducir en el desierto

«Traducir en España es llorar», decía, parafraseando a Larra, nuestra decana Consuelo Berges en una entrevista de hace ya unos años. ¿Seguimos llorando los traductores del país, como lloraban los escritores decimonónicos? Mucho me temo que sí. Veamos las razones de nuestro llanto.En la última Conferencia General de la Unesco (Nairobi, noviembre de 1976), se aprobó por unanimidad el Proyecto de recomendación sobre la protección jurídica de los traductores. Dicha recomendación tendrá que ser aplicada en nuestro país, y su disposición final es un motivo más de llanto. Dice así: « En los casos en que los traductores o las traducciones disfruten de un nivel de Protección que sea, en algunos aspectos, más favorable que el previsto en la presente Recomendación, no se deberían invocar sus disposiciones para menoscabar la protección ya concedida.» ¡Pobres de nosotros! ¡Nada tenemos que se pueda menoscabar! Tal disposición final protege los derechos de los traductores de aquellos países -La URSS, los nórdicos- donde la profesión está socialmente considerada y dignamente pagada. Un solo ejemplo: cada vez que un libro traducido sale en lectura de una biblioteca pública sueca, la biblioteca paga un canon que va a engrosar los fondos de la Asociación de Traductores. Por supuesto, aspirar a semejante utopía hoy en España sería cambiar el llanto por el sueño.

Examinemos, al hilo de la recomendación de la Unesco, los principales problemas de la traducción aquí y ahora.

Dice el artículo tres: « Los Estados miembros miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones internacionales sobre derechos de autor.» Ya estamos en el meollo de la cuestión. ¡Con el copyright hemos topado! Aunque los autores españoles se quejen, y con fundados motivos, de su situación, ¡los traductores nos daríamos con un canto en los dientes si la nuestra llegara a equipararse con la suya!

En el contrato por escrito -otro requisito que, a menudo, falla en nuestra relación laboral- que debe concertarse entre el traductor y el usuario de la traducción, sería preciso:

a) Conceder una remuneración equitativa al traductor. En este terreno la anarquía es total. Todavía existen editoriales que pagan 100/ 120 pesetas por página, una quinta parte aproximadamente de las tarifas europeas!

b) Conceder al traductor una remuneración proporcional a los ingresos prevenientes de la venta o la explotación de la traducción. Esto es, si se ha traducido un best seller, ¿por qué no participar de los beneficios que la editorial obtiene, limitándose a cobrar un tanto alzado a la entrega del trabajo, como ocurre en la mayoría de los casos?

c) Estipular que en el texto de una traducción no se introducirá modificación alguna sin acuerdo previo del traductor. Son muchas aún las editoriales en las que la figura del «corrector de estilo» sigue campando por sus respetos, modificando y, a veces -por no decir siempre-, empeorando la labor del traductor, en virtud de no se sabe muy bien qué principio: el gusto personal, la antipatía por determinados vocablos, etcétera, etcétera. Tampoco son raras las editoriales que, por motivos tan fútiles como cuadernillo más cuadernillo menos, amputan la traducción -perjudicando en la misma medida al autor y al traductor.

Una vez sentadas las bases de una remuneración digna para el traductor y del fundamental reconocimiento del copyright de la traducción, podríamos hablar de la calidad de las traducciones. ¿Se hacen hoy en España traducciones de calidad? La respuesta global -dejando a un lado honrosas excepciones- tiene que ser negativa. Y tiene que serlo por la imagen de la pescadilla que se muerde la cola. La traducción está mal pagada, el traductor goza de escasa o nula consideración, es un engranaje más en, la maquinaria editorial, y el «amateurismo» -inevitable en esta profesión- resulta sobrecogedor. Si el traductor aspira a vivir de su trabajo, y no lo considera actividad marginal (esto último, por desgracia, ocurre en un altísimo porcentaje de los casos), lo que le pagan no le permite dedicarse como debiera a cada libro.

Desde el punto de vista de la situación social -pensiones, seguro de enfermedad, subsidios familiares, etcétera- el traductor por libre se encuentra absolutamente desamparado. Entre nosotros hay quienes, tras consagrar toda una vida a la profesión, se hallan amarrados a la máquina de escribir hasta que la muerte los separe de ella. Naturalmente, esto no es problema para quienes se han dedicado a la traducción sólo de forma marginal, pero el número de los que en España nos dedicamos exclusivamente a ella es creciente.

Otro aspecto que habría que considerar es el de los derechos morales del traductor: la publicidad dada a su nombre -que muchas veces ni siquiera figura en el libro; el reconocimiento de su trabajo por parte de la crítica- el crítico suele arremeter contra una mala traducción, sin conceder, en general, ni una línea a una labor encomiable. Salvo contadas excepciones, tampoco esta aspiración alcanza cumplimiento.

Y basta ya de llorar, aunque podría seguir hasta el infinito. La solución a gran parte de los problemas apuntados sólo la veo en un diálogo traductores-editores, en el que se trataran los problemas con un enfoque realista y se intentara ponerles remedio. En este terreno todo está por hacer. Y, por supuesto, hay. que lograr que la Asociación Profesional, que agrupa hoy a un insignificante número de los que en el país nos dedicamos a traducir-lagrimear) contamos con 350 socios) se convierta en una asociación fuerte, en condiciones de imponer sus tarifas y de proteger eficazmente a sus miembros, dando, a la vez, una garantía de calidad en el trabajo. No olvidemos que España figura en el Index Traslationum 1975 de la Unesco como segundo país en volumen de traducciones anuales. Pienso que ese segundo puesto nos obliga a considerar con seriedad esta profesión -o arte- tan ignorada hasta ahora.

Así las cosas, forzados a defendernos todos los días con uñas y dientes, los traductores nos vemos apartados por las urgencias de la cotidianeidad de otra ineludible tarea: la reflexión teórica sobre nuestro quehacer, tan brillantemente realizada en tiempos por Ortega, y hoy, por no citar sino un nombre, por Octavio Paz.

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