Tres mujeres y una dama
Robert Altman, conocido del público español por el éxito de Mash o Nashville, es viejo asiduo de Cannes, que suele tratarle generosamente. Así consiguió el gran premio en 1970, el de interpretación en el 72 y volvió seleccionado años más tarde antes de que Nashville ,fuera considerado por la crítica americana como el mejor filme de la temporada.Como se ve, a pesar de tratarse de un director americano, inédito en gran parte de su obra, su modo de hacer es ampliamente reconocido a este lado del Atlántico, lo que ha venido a darle un matiz entre intelectual y refinado. A ratos pretencioso y a ratos cáustico, vuelve a Cannes con su filme Tres mujeres, tema que hubiera sido muy del agrado de Katherine Mansfield, quien, por cierto, a pocos kilómetros de aquí, en Menton, escribió algunas de sus obras mejores.
Tratándose de tres mujeres en un desierto real y en el vacío que supone la ausencia de toda relación en el sanatorio geriátrico donde dos de ellas trabajan, tal soledad acaba refiriéndose al hombre y en tal sentido, tal es el tema del filme: una reflexión sobre la ausencia del hombre olvidado, su responsabilidad en pos de falsos atributos viriles como el alcohol, las motos o las armas de fuego. La más joven de las tres protagonistas, elemental, ignorante, espontánea y a la vez dispuesta a adaptarse para salvarse de la soledad, llega a la clínica geriátrica donde conoce a la segunda, una especie de muñeca artificial cuyos mejores sentimientos se hallan a flor de piel por debajo de una fachada copiada de la televisión y las revistas. Esta, a su vez, la presentará a la tercera, dueña de un bar semivacío siempre, pintora de frescos en los que el hombre está siempre presente como en los sueños de las tres, embarazada de aquel con quien vive y madre de un hijo muerto que vendrá a marcar definitivamente el alejamiento de las tres respecto al sexo opuesto.
Altman, en su filme, ha ido devanando la madeja de su historia sin dejar que sus hilos se mezclen o confundan y cuidando también de que no lleguen a romperse. Al final, de un modo elemental y sin que el espectador se aperciba apenas de ello, le muestra esos mismos hilos de la trama dispuestos de distinta manera. Los papeles se han cambiado en el trío y el hombre ha quedado al -margen definitivamente.
Hay, sin embargo, una serie de momentos fundamentales, aparte del parto y el suicidio frustrado, que sólo se apuntan y a cuyo desenlace se alude vagamente. Tampoco se describe al modo tradicional la evolución de los personajes, sobre todo en lo que se refiere a la más joven del trío, ni, por supuesto, los tipos masculinos, todos brutos, ingenuos o amorales.
Altman afirma que se trata de un filme abierto y queda a merced de cualquier interpretación, si bien en este caso se trata de una historia feminista, su próximo filme tratará de los hombres, sobre todo.
Esperemos, pues, esa nueva versión de los mitos americanos, sobre sus hombres y sus relaciones tan ambiguas y contradictorias, llegado una vez más a Cannes en busca de su premio.
Dentro, también del lote americano, Can Wash es un divertido sainete interpretado casi totalmente por actores de color y cuya acción sucede, como su nombre indica, en una estación de lavado de automóviles.
Diversos tipos, más o menos originales, multitud de gags, la mayoría divertidos, componen una acción que marca las distintas horas del día y que, con un acusado matiz costumbrista, va de lo grotesco al drama, pasando por la comedia musical, sin llegar a concretarse en ningún. género definido. La culpa es de los productores según afirma su realizador, pero, aun sin definirse, y a pesar de sus notas sociales un poco candorosas, la película se ve con agrado, o por mejor decirlo, se oye, ya que en ella es baza fundamental, aparte de la interpretación acertada, la música, muy dentro del estilo del sonido de Filadelfia, y que sirve de fondo casi constante, erigiéndose a veces en protagonista.
Aleksandar Petrovic es otro viejo conocido de Cannes y aunque nacido en París y con gran parte de sus estudios y obra en Belgrado, viene este año representando a Alemania con un filme basado en la novela de Henrich Boll Retrato de grupo con dama.
He aquí, pues, colaborando a dos hombres rigurosos y morales o, mejor, moralistas. Si el escritor se ha asignado como misión hacer comprender a sus semejantes «el poder de las fuerzas del mal, como la guerra o el confort material, que amenazan con deshumanizar al hombre», el director piensa que la vida «es demasiado corta para que el hombre tenga derecho a fatigar a sus semejantes durante dos horas, aburriéndole con problemas subjetivos, banales y conocidos».
Y, sin embargo, la historia que nos narra encierra pocas novedades respecto a la temática habitual del cine alemán contemporáneo. De nuevo vuelven los recuerdos y fantasmas, la mala conciencia se diría, de la última guerra, aunque aquí se nos ofrezca la cara opuesta de la resistencia pasiva entre verdugos nazis, rusos y judíos, amor y bombardeos, donde la pasión de la protagonista nace y crece al igual que las tosas en la nivl del claustro donde se inicia la historia.
Como en el caso de El honor perdido de Katarina Blum, es preciso conocer la obra original para llegar a captar las claves de la película, de su Í clima ambiguo y pesado, de un mundo en crisis presentado mejor que en las imágenes, en las páginas. La acción de lo que el realizador llama metáfora global, lenguaje especial basado en lo dramático y en la labor de montaje, no se evidencia como vehículo eficaz de comprensión, salvo en la segunda mitad narrada conforme a técnicas tradicionales. La interpretación excelente en lo que se refiere a Romy Schneider, Michel Galabry y Brad Dourif, viejo amigo de AIguien voló sobre el nido del cuco.
Babelia
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