Contra la provocación
EXISTE UNA correlación estrecha entre la mentalidad democrática y la utilización del lenguaje racional. Dada la claridad de los objetivos que persiguen los demócratas -una sociedad en la que las decisiones sean tomadas por acuerdos mayoritarios, sin perjuicio de que las minorías sean respetadas y protegidas- y de los medios de que están dispuestos a valerse para organizar la convivencia -el imperio de la ley y el Estado de Derecho-, nada les empuja a enturbiar con pasiones y emociones la defensa de sus privilegios. Pueden permitirse una completa transparencia en sus programas y proponer como metas las que realmente están resueltos a alcanzar. De esta forma, su lengúaje estará al servicio del convencimiento racional.La exacerbación de las pasiones y la agitación emocional son, en cambio, los instrumentos preferidos por los reducidos sectores minoritarios que, incapaces de conseguir mediante procedimientos racionales el apoyo de las mayorías necesitan recurrir a otras motivaciones para lograrlo. Las metas que esos grupos se proponen, tales como restablecer un sistema totalitario que les permita perpetuarse en el poder, son tan intrínsecamente impopulares que ni siquiera pueden exponerse como tales. Se ven obligados, así, a montar un gigantesco fraude. Los verdaderos intereses que defienden desaparecen de la escena y son sustituidos por valores abstractos en los que todo el mundo coincide (desde la salvación de la patria a la civilización occidental).
En la economía de esa estafa ideológica, desempeñará un papel de primer orden el invento, como en el cuento, de un maniqueo al que poder endilgar todos los males y desgracias de la vida cotidiana.
Naturalmente, este edificio de ficción no se mantiene en pie cuando es sometido a la crítica racional. Por eso nuestros autoritarios gritan, golpean y tratan de reducir al silencio a los discrepantes. Para reclutar su clientela, necesitan despertar emociones y pasiones.
En esa estrategia, la utilización de los símbolos ocupa un lugar importante. El enarbolamiento de la bandera nacional para encauzar todas las emociones patrióticas hacia molinos más que sospechosos, prueba, una vez más, la flaqueza de la imaginación y la tendencia hacia la reiteración de la extrema derecha de nuestro país. Ese flamear de banderas trata burdamente de llevar al convencimiento de nuestros conciudadanos que sólo son verdaderos españoles los que impúdicamente envuelven su desnudez política con una enseña que por derecho nos pertenece a todos.
Quienes defienden la democracia y el pluralismo no pueden limitarse a denunciar esa apropiación indebida, verdadero delito de lesa patria. También deben cuidar de no caer en la trampa y de no permitir las provocaciones. Tal vez uno de los errores más graves que cometieron los republicanos en el pasado fue modificar el símbolo de unión de todos los españoles y añadir una franja morada -de dudosos títulos históricos y de sospechoso carácter centralista- a la bandera nacional. Porque la bandera roja y gualda no es la bandera de ninguna facción política y ni siquiera de la monarquía borbónica, sino la enseña de la unidad del Estado consagrada como tal por un rey ilustrado, Carlos III, en la época en que toda Europa se regía por el sistema monárquico.
El enarbolamiento de la bandera tricolor es el mejor regalo que puede hacerse a los fanáticos que desean apropiarse del símbolo rojo y gualda, que para la gran mayoría de españoles posee, como es lógico, un elevado contenido emotivo. Como constituye también un inmerecido obsequio para esos aspirantes a monopolistas de los sentimientos patrióticos que las enseñas de las comunidades catalana, vasca, andaluza o gallega no flameen junto a la bandera de la comunidad más amplia que las incluye. Quienes aspiren a la edificación de una España democrática, a salvo de la involución hacia la dictadura, no deben sólo subrayar fundamentalmente el contenido racional de sus propuestas; también tienen que saber que sus enemigos desean arrastrarles al terreno de las pasiones porque sólo a través de la provocación podrán derrotarles.
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