Una política feminista
Los cambios sociales nunca se producen de repente. Van generándose durante muchos años. Lo que sí sucede es que pueden aflorar en un determinado momento. Y esto es lo que está sucediendo hoy.La sociedad española se ha transformado profundamente en los últimos veinte o veinticinco años. Había cambiado todo: las estructuras sociales, los niveles económicos, el asentamiento de la población, los índices de crecimiento demográfico, los hábitos culturales y de consumo, las relaciones dentro de la familia, las vacaciones y el ocio, la conducta de las mujeres y de los jóvenes.
Todo eso se había venido produciendo ya. Pero de repente ha salido a la luz y simultáneamente. No es que no existiera, es que no se hablaba de ello. No es que no se hubieran producido las modificaciones y los consecuentes problemas. Es que estaban retenidos, aunque ya se manifestaba en los sectores más difíciles de controlar, como la universidad o los sectores laborales más conflictivos.
Entre todos estos cambios uno de los más espectaculares e importantes es el experimentado por la mitad de nuestra sociedad.: en el mundo de la mujer. En el campo del trabajo, en el de la cultura, en el del arte, en el de la política, la mujer, en los últimos años, empieza a adquirir una presencia decisiva.
Este cambio nos parece que es enormemente positivo e importante para la organización de la vida en el país. Nuestra sociedad peca de ser una sociedad masculina en la que ha habido hasta ahora una supeditación intelectual, laboral y sexual de la mujer al hombre, en parte por una preparación insuficiente y una educación discriminatoria y en parte por una situación de preferencia o privilegio a favor del hombre y en contra de la mujer.
Esta situación exige una gran transformación que viene impuesta por razones de justicia, de ética cristiana y de igualdad. La sociedad española tenemos que convertirla, como decían las conclusiones de uno de los acuerdos del congreso del Partido Popular, «en una sociedad mixta donde hombres y mujeres compartan al mismo nivel satisfacciones y responsabilidades, y en donde las oportunidades sean iguales para ambos».
La plena integración de la mujer en la sociedad al mismo nivel del hombre en todos los campos, en el del trabajo, en el de la cultura, en el de la familia y en el de la vida pública, debe hacerse, sin embargo, sin detrimento de sus derechos naturales y de su especial condición.
Igualdad de derechos no es eliminación o desconocimiento de las diferencias naturales; integración de la mujer en el trabajo no es convertirla en un puro factor productivo, con olvido de su dimensión humana y familiar, sino reconocer sus derechos plenos en este campo que empiezan con la igualdad de educación desde la infancia y culminan en el acceso a los mejores puestos, y no sólo a los subsidiarios; y en la aplicación plena del principio «misma retribución para el mismo trabajo». Y, desde luego, no es privar, a la que opte por ello, de la dedicación exclusiva de las responsabilidades familiares.
Es necesario, simultáneamente, resaltar la importancia de la mujer ama de casa, la trascendencia decisiva en la familia y los sacrificios y esfuerzos que en casi todas las clases, y especialmente en las más modestas, en el campo y en la ciudad, hace la mujer. Y cómo depende, en buena parte, el desarrollo equilibrado y afectivo de los miembros de una familia de la influencia de la madre.
Una política feminista de verdadero apoyo a la mujer, a todas las mujeres españolas, tiene que partir de estas realidades y de la idea de que la mujer o el hombre, aislados, son dos seres humanos con la misma dignidad, capacidad y derechos. Pero que en realidad no hacen su vida ni aislados ni enfrentados, sino que lo normal es que se unan voluntariamente por amor, y que las vidas de ambos son en muchos sentidos complementarias. Lo que no significa, en absoluto, subordinación de la mujer al hombre, y desde luego exige profundos cambios en los hábitos sociales para lograr que esa igualdad se viva en la escuela, en el trabajo y en el hogar familiar, compartiendo los dos las mismas tareas y los mismos derechos.
Comprendemos perfectamente los movimientos feministas, y que, por la natural reacción contra las injusticias seculares, a veces se pasen en la crítica de la sociedad actual. Pero a veces estos excesos perjudican más que benefician a los derechos de la mujer.
Por eso una política feminista tiene que armonizar la reivindicación y la reforma con el conocimiento de la realidad. Nada hay más perjudicial para la reforma del injusto sistema legal del adulterio que los carteles en la calle de «Yo también soy adúltera». Ni nada más dañino para lograr la eliminación de los abortos criminales o la injusta pena a pobres mujeres víctimas de una sociedad injusta que las algaradas pidiendo el aborto libre, con olvido de los derechos del niño que va a nacer.
Y, en cambio, esa política feminista tiene que tratar de eliminar unas realidades que atentan a la dignidad de la mujer: la mujer-objeto, la mujer-esclava, y una situación de inferioridad que no tiene razón de ser, la de la madre soltera.
La dignidad de la mujer como ser humano nos hace aborrecer la explotación de la mujer como, objeto que se ofrece a los hombres, que son, todavía, los más poderosos económicamente. La eliminación de ello está en la independencia económica de la mujer por el trabajo y por la cultura, por la igualdad de información desde la infancia, que es lo que eliminará o reducirá radical mente la prostitución. Pero entretanto se consigue eso es preciso denunciar el uso de la mujer como objeto. Nos parece, por ejemplo, ofensivo para su dignidad que, so capa de libertad o progresismo, pululen las publicaciones que compren por dinero y para obtener dinero la imagen de la mujer como puro objeto de placer. Eso no es ser libre para disponer de sí misma, sino para ser explotada económicamente, en una de las peores manifestaciones del capitalismo.
Otra explotación inadmisible es la de la mujer como adquisición, dentro del matrimonio, de una sirvienta a la que no hay que pagar. El origen de este abuso viene de una concepción de la mujer como esclava e inferior. Es la mujer que sirve y no se sienta a la mesa; la que soporta todas las tareas del hogar sin ayuda de los demás miembros de la familia; la que no dispone ni de los recursos familiares y tiene que pedir el dinero para sus necesidades elementales. Es otra situación, todavía muy común en ciertos medios y clases, que hay que erradicar con la legislación y con la información. Y no hará una política progresista e igualitaria el partido que no ataque este problema.
Por último, es preciso defender a la madre soltera. Porque una madre soltera implica la existencia de un padre, soltero o casado. Y encima la madre soltera lo es porque se ha quedado con el hijo y atiende, muchas veces con sus solas fuerzas, a educar, a ese hijo, que es un miembro, con los mismos derechos y con más necesidad de ayuda, de la comunidad nacional. Ayudar a la madre soltera significa una nueva regulación de la investigación de la paternidad, disminuir el riesgo de abortos, defender la vida y la educación igual de todos los niños españoles, disminuir las diferencias de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio, y eliminar otra causa de discriminación social de la mujer.
Estos son objetivos inmediatos de la política del Partido Popular, que ha de ser hecha por las mujeres y por los hombre, y que se base en a verdadera igualdad de ambos y no en utópicas posturas de reivindicaciones y enfrentamiento de los sexos.
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