Democracia y socialismo o el radicalismo de lo real
Los socialistas sostienen hoy que el socialismo o es pluralista y democrático o no es nada, y proclaman la sinonimia plena entre socialismo y democracia porque consideran que el primero es la fase culminante de la segunda, ya que supone la profundización límite y el despliegue cabal de todas sus virtualidades.Ello conlleva la descalificación del modelo soviético e incluso chino -generadores de una estructura burocrática de poder que funciona de hecho como una verdadera clase dominante- y enuncia con absoluta radicalidad la necesidad de inventar un nuevo proyecto socialista, al mismo tiempo que los supuestos desde los que esa invención debe producirse.
En la perspectiva de 1977 las revoluciones burguesas del siglo XIX -con su énfasis en los valores individuales de la persona- y las revoluciones proletarias del XX -con su primacía de lo económico y lo colectivo- no son dos realidades antitéticas y excluyentes, sino dos dimensiones imprescindibles y complementarias de un mismo proceso revolucionario.
El punto de partida
España se nos presenta, en lo social, como un sistema de capitalismo relativamente moderno, aunque con importantes sectores paleocapitalistas y algún vestigio de feudalidad -sobre todo en el contexto de las explotaciones agrarias-; y en lo político, como una autocracia moderna, como una simulación de democracia, o como un régimen predemocrático, según hacia qué lado se escore la carga ideológica del observador.
Por otra parte, la estructura oligárquica del poder permanece intacta y en plena posesión de sus medios, y los mecanismos de control y seguridad -a pesar de los inexplicables o explicabilísimos fallos de las últimas semanas- conservan un grado de eficacia apreciable. En cuanto al pueblo como totalidad, y de forma especial el mundo del trabajo, sea por su grado de bienestar relativo, sea por la madurez política y el sentido de responsabilidad ciudadana que han alcanzado, hacen de la moderación su primer criterio de intervención pública.
Atenidos a dicha realidad sería ridículo pensar en un enfrentamiento político directo de las fuerzas populares con la clase dominante, que sólo se traduciría en la aniquilación de las posiciones de base, a partir de las cuales se hubiera planteado la lucha.
Reforma y revolución
La ausencia, pues, de instancia revolucionaria, en el plano de lo inmediatamente patente y de lo cercana mente predecible, nos sitúa, no ya en la táctica, sino en la estrategia de las reformas, como única conducta colectiva eficaz para el desarrollo de la conciencia socialista de las masas y para la neutralización progresiva de los grupos hegemónicos.
Ahora bien, ya Gorz nos hablaba, en 1964, en Estrategia obrera y neocapitalismo, de la diferencia entre reformas reformistas, cuyo objetivo es atenuar las injusticias y mejorar las disfunciones del capitalismo -consolidando, por ende, su existencia-y reformas revolucionarias, que, por medio de una serie de conquistas graduales y acumulativas, quiebran el orden social capitalista e instalan en una trama, discontinua pero de gran potencialidad transformadora, espacios sociales irreversiblemente socialistas.
Conquista de la sociedad y conquista del Estado
Estas reformas revolucionarias -que tienen la doble condición de medios y fines, porque son ya el socialismo en ejercicio- dirígen su acción, de forma eminente, a la sociedad. Ella constituye el primer gran objetivo del combate socialista. La actividad en la base y en la vida cotidiana colectiva -el barrio, el mercado, la escuela, el lugar del trabajo, el lugar del ocio, etcétera- que representan los ámbitos sociales primarios, por un lado, y la ocupación transmutadora de las grandes instituciones -Iglesia, fuerzas armadas, enseñanza, administración, etcétera-, por otro, son las grandes vías, no alternativas, sino obligadamente complementarias de acceso y conversión socialista de la sociedad.
Pero es que, además, la primacía de la conquista de la sociedad no es sólo una inesquivable exigencia estratégica de la praxis socialista sino la condición previa y fundamental para la posible consolidación del socialismo en libertad. Imponer el socialismo desde el Estado, sin contar, por anticipado, con la sociedad -con su compacta mayoría- es tentativa inútil, si se renuncia al terror y a la burocracia.
Más allá de las eficaces maniobras desestabilizadoras de las multinacionales norteamericanas y de su Kissinger de turno, la dramática experiencia chilena nos ha dado la medida exacta de este imperativo: hay que contar primero con una sociedad ganada al socialismo para que las fuerzas políticas socialistas puedan ejercitar de forma democrática y duradera el poder del Estado.
Es decir, la conquista socialista de la sociedad tiene como corre lato forzoso la articulación y funcionamiento democráticos del Estado. El pluralismo del régimen político -diversidad de fuerzas e ideologías- responde aunque también postule, a la pluralidad del sistema social -multiplicidad de intereses y ámbitos, de decisión y gestión autónoma, pero de destino colectivo interdependiente- como las dos vertientes indisociables de la misma lucha socialista.
Este plan de batalla de largo, difícil e incierto desenlace impone un orden de prioridades cuyos dos requerimientos cardinales son: a) el ajustamiento de los movimientos tácticos a los propósitos de la estrategia global; b) la incorporación al proyecto de todas las fuerzas que, de alguna manera, se sientan solidarias con él y quieran concurrir a su realización.
Hoy y aquí
Viniendo a la España de 1977, y partiendo de las consideracio nes anteriores, hay que pregun tarse qué sentido puede tener elpolarizar la acción en una contienda electoral de imposible cumplimiento. Porque es patente que unas elecciones que tendrán lugar, casi con toda seguridad, en un marco autocrático, producirán, por una parte, resultados esctrictamente homologables con el poder que los ha convocado, y por otra, de poco o nada servirán para el desarrollo de la ideología y de la práctica democráticas. Ello sin olvidar que en el mejor de los casos una victoria de la izquierda en los comicios sería, como queda dicho, vana en una sociedad que todavía no es masivamente socialista.
La participación de los socialistas y, en general, de las fuerzas de la izquierda en el próximo episodio electoral sólo puede justificarse desde su voluntad de contribuir a la normalización política del país, primer supuesto para el establecimiento de la democracia. Ahora bien, para ello es primordial que su forma de participar -nivel táctico- no sólo no contradiga la posibilidad de alcanzar sus objetivos permanentes -nivel estratégico-, sino que, de algún modo, los favorece.
De esto se deriva que de cara a las futuras elecciones debe primar: a) en lo programático, los valores estrictamente democráticos; b) en lo estructural, la agrupación de todos los que militen dentro de las mismas coordenadas ideológicas y políticas.
Los socialistas y su unidad,
Parece obvio que los socialistas -partidos y personas- deberían asumir sin aspavientos protagonistas, el decisivo empeño de su unidad, para apoyados en ella, abordar de frente la batalla por la democracia. La convocatoria de un Frente Democrático y Socialista de los Pueblos de España, en el que participasen todos aquellos que con independencia de su denominación grupal, se sintieran identificados con sus objetivos y planteamiento, constituiría el arma principal del combate democrático y, por ende, de la España socialista.
Esta empresa no es antagónica con la política de los partidos, más bien al contrario, fórtalecedora de sus verdaderos intereses, siempre que aquéllos se conciban como factores de democracia -los partidos de la democraciay no como sus privilegiados beneficiarios -la democracia de los partidos-
El caos semántico -político español; el deslizamiento denominativo del socialismo en el mundo-, ¿cabe más diferencia de contenido bajo el mismo envoltorio verbal que entre la socialdemocracia revolucionaria de Rosa Luxemburgo y la socialdemocracia liberal y moderada de Helmut Schmidt?-; la incoherencia ideológica de las internacionales de la izquierda política, tanto socialistas -¿cómo explicar que puedan convivir en un mismo contexto institucional posiciones tan opuestas como las de Didier Motchane y Bruno Friedrich?- como comunistas, hacen que los únicos criterios válidos de diferenciación y hermanamiento sean la coincidencia real y práctica en el mismo combate y el compromiso claro y público con las mismas metas socialistas.
Desde ellas enzarzarse en la guerra de las siglas, perderse en reivindicaciones -vengan de quien vinieren- sobre la posición hegemónica de una posición determinada es empequeñecer su inmensa vocación de casa de los pueblos de España.
Entrar en el juego de las elecciones con el propósito esencial de mejorar las propias bazas es electralismo de corral casero; extremar la demagogia retórica para cubrir el pacto implícito con el adversario es coartada que a nadie engaña; arriesgar el futuro de la opción socialista por intereses y prejuicios de partido, grupo o clan es miopía suicida. En definitiva, escapismo, faramalla, compadreo, minúsculas vanidades, cocidito de notables.
Frente a todo eso, los socialistas tienen que levantar la bandera del enhiesto radicalismo de lo real; tienen que esgrimir la voluntad unitaria de acampar en la sociedad; tienen que comparecer en la vida política, juntos y solidarios, sin prisas y sin transigencias; tienen que tratar las próximas elecciones como lo que son, un momento confuso en la larga marcha hacia la democracia. Democracia que para ellos es también socialismo.
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