La continuidad en el cambio
Con motivo del viaje que en el mes de diciembre hizo el jefe del Gobierno español a Barcelona, algún enviado especial dijo en un periódico madrileño, en crónica enviada desde la capital catalana, que el señor Suárez se movió con el estilo electoralista de los presidentes norteamericanos, pero sin el flequillo de Carter; es decir, que supo sonreír a todos, dar alguna que otra palmada en la espalda y bromear con la prensa... Con independencia de que a Jimmy Carter no le cae en realidad sobre la frente ningún flequillo, sino un mechón estoposo de pelo dorado más que rubio, la frase es reveladora de la desorientación -no quiero hablar de malquerencia- con que se ha presentado generalmente a los españoles la figura del que hasta hace muy poco no era más que un granjero de Georgia. Parece como si no se quisieran contemplar las elecciones y el juego político americano más que desde un ángulo excesivamente simplista y trivializador. Quizá a ello se deba el desenfoque con que ha venido enjuiciándose el hecho -que pudiera ser decisivo para los Estados Unidos- de la llegada de Carter a la Casa Blanca. Se tiene la sensación de que existe -y no solamente en España- un propósito de desfigurar la realidad a base de equívocos, lindantes no pocas veces con valoraciones malintencionadas. Sirva de ejemplo la acusación hecha al presidente que hoy toma posesión de su cargo, de preparar el incumplimiento de promesas hechas en la campaña electoral y, mucho más acentuadamente, de abrigar propósitos continuistas.
Creo que es de justicia, por el contrario, señalar la atención y el cuidado prestados por Carter desde el día en que fue elegido presidente, al estudio de las posibilidades reales que ofrecen las promesas hechas a los electores. O, dicho con otras palabras, la adecuación de las promesas a la realidad. Creo que nadie podrá acusarle de haberse olvidado de ellas después de la victoria. Y no sólo en lo que se refiere a la designación de los más inmediatos colaboradores en las tareas presidenciales. Las mujeres y los negros han logrado gracias a la efectividad de sus promesas estar representados, por primera vez, en el Gobierno de los Estados Unidos. Lo mismo podría decirse del delicado problema del perdón a los que se negaron a luchar en el Vietnam, o del no desdeñable de la reducción de las tasas. Todo ello parece haber sido estudiado y meditado por el nuevo presidente y por el equipo de sus asesores, con el propósito sincero de que lo prometido en la campaña electoral se convierta en realidades tangibles.
Quizá en esto se hayan revelado en Jimmy Carter, calidades susceptibles de darle auténtica talla de estadista. Es curioso, a este respecto el cambio de actitud humana que se operó en él tan pronto como fue elegido presidente. Aun sin abandonar precipitadamente su camisa campera, sus modales han sido, sin duda alguna, muy distintos de los de la víspera, más en consonancia con el puesto que va a ocupar. Sin dar al hecho en si mismo una trascendencia que no tiene, es indudable que el poder de adaptación a situaciones nuevas puede ser un síntoma revelador de un político. Y creo que nadie regateará ese calificativo a Jimmy Carter.
Pero donde, a mi juicio, ha demostrado realmente su talla ha sido en el sistema adoptado y en el procedimiento seguido para seleccionar a sus colaboradores. Después de la victoria demócrata, no faltaron periódicos americanos que se apresuraron a señalar la posibilidad de acceso a los más altos puestos del Gobierno federal de elementos destacados de la «Mafia» de Georgia. Hoy, ya nadie puede decir honradamente que haya ocurrido esto, a pesar de que algún nombramiento ha resultado polémico. Lo que ha ocurrido es la reaparición de figuras destacadas de las dos últimas administraciones demócratas. Sorensen y Vance son dos ejemplos bien significativos. Claro es que no han faltado quienes han atribuido a estas designaciones un criterio de retroceso en el espíritu renovador que Carter proclamó en su campaña. No me parece fundada esta imputación.
No debe olvidarse que el nuevo presidente se presentó a las elecciones con un decidido propósito de cambio, sin que en ningún momento patrocinara la tesis de una ruptura.
Cambio y ruptura son dos cosas bien distintas. Me atrevería a decir que lo que Carter pretende es conciliar el espíritu de cambio con un sentido de continuidad. Tampoco debe confundirse en el gobierno de los pueblos la continuidad con el continuismo. En el acuerdo y equilibrio entre los dos factores cambio y continuidad puede estar la clave del éxito del hombre que hoy accede al puesto de mayor responsabilidad en la política del mundo.
Carter proclamó desde el primer momento que pretendía acabar con la imagen de la política y de los políticos, objeto de casi unánime repulsa en todos los países. Bien clara ofreció esta nueva imagen a lo largo de su campaña electoral, caracterizada por la austeridad.
Frente a la desaforada campaña de Ford y, mucho más de Dole. el candidato republicano a la vicepresidencia, lo mismo Carter que el hoy ya vicepresidente Mondale, se limitaron a la exposición de su programa y a la crítica de la Administración Nixon-Ford, sin rozar personalmente en ningún momento a sus adversarios. Es más, Jimmy Carter, no se recató en proclamar, antes y después de su victoria, la honestidad personal de Ford.
Novedad de extraordinaria significación ha sido como antes decía, el procedimiento seguido en la elección de los inmediatos colaboradores del presidente. No creo que haya habido en la historia americana nadie que haya escogido con tanto rigor y meticulosidad a los que vayan a ser los más eficaces ejecutores de la política presidencial. Podrán o no triunfar en su cometido, pero el sistema no puede merecer más que elogios. Y nada digamos de la amplia base de publicidad que el nuevo presidente ha establecido desde el mismo día de su victoria. El pueblo americano ha conocido casi en el momento de producirse cualquier movimiento o decisión del presidente electo.
Ya en sus debates televisados frente a Ford, Jimmy Carter indicó que el criterio que seguirá en la designación de sus colaboradores estaba prefijado en el nombramiento de Mondale como candidato para la vicepresidencia. La prestigiosa figura de este senador, acrecentada por su intervención televisada frente a Dole, ha sido tal vez un factor importante en el triunfo de Carter. Pero que el demócrata de Georgia no lo utilizó como señuelo para conquistar votos, lo prueba el hecho de la singular prepotencia que en la nueva Administración va a tener el vicepresidente. De ese modo, un hombre claramente liberal contrabalanceará desde la vicepresidencia la indudable mentalidad conservadora de Carter. En rigor, es el mismo espíritu que ha presidido durante las últimas semanas la selección de los hombres que Carter va a asociar más íntimamente a sus tareas. Quizá en ello resida el posible acierto de la continuidad en el cambio.
Al margen del éxito o del fracaso que el nuevo presidente de los Estados Unidos recoja en los años difíciles que le esperan, preciso es reconocer que el arranque ha sido bueno. Pienso que la lección que encierra puede ser útil, y no sólo en Norteamérica.
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