En recuerdo de Pedro Pruna
Hace años que no se oía hablar del pintor catalán Pedro Pruna. Tampoco su nombre figuraba en los libros, últimamente dedicados a la pintura española contemporánea. Nadie ya citaba a este artista que desde los años cincuenta vivía retirado en Sitges, sin figurar en exposiciones, sin que se comentasen sus obras, sin noticias de sus últimas actividades. Y ahora llega la noticia de su muerte y vuelve su recuerdo. Pruna, pintor delicado y tenue, un tanto versátil en su tendencia y factura, de figuras sutiles y endebles contornos, de atmósferas suaves y coloridos de suaves entonaciones, era hombre alto y fuerte, rubicundo y encendido, leonino, como lo calificó su gran admirador don Eugenio D'Ors, que así señalaba el contraste que ofrecía el hombre y su obra, en la cual subyacía, por debajo de lo intelectualizado de su aspecto, un deje un tanto onírico y lánguido, muy poético y hoy de posible moda. Artista que supo captar el cuerpo desnudo de la mujer en su propia áurea y ensoñación. Pruna utilizó gamas muy sutiles para traducir la silente realidad de un modo como dormido y quieto.Pero por muy breve que sea nuestro recuerdo, no puede aquí dejarse de evocar lo que Pruna significó en tanto que artista español adscrito a una época. En su biografía hubo dos momentos estelares. El primero fue el de muy temprano triunfo en los despreocupados años veinte, en el momento del postcubismo, el art deco e inicio del surrealismo. Amigo de Picasso, decorador de los ballets rusos de Diaghilev, ganador del premio del Instituto Carniege, en 1929, compañero de Apeles Fenosa, Pruna era, entonces, el tipo perfecto y envidiado del artista cosmopolita. Pero su biografía tendría una segunda parte. Como Pancho Cossío, Pruna regresará a España y se adscribirá al bando llamado nacional. Así cuando en Burgos, en 1938, en plena guerra civil se organizó el envío de pinturas para la Bienal de Venecia, Pruna fue, según don Eugenio D'Ors, «el único artista que la España Nacional pudo presentar a,los ojos de la crítica extranjera» haciendo que ésta encontrase el «restablecimiento al valor que nos había desasistido la defección de Pablo Picasso a la causa del orden y de las luces». Triste destino éste de competir en astro solitario frente a Picasso. En una época en la que don Marcelino Santamaría era lo heroico, Sáenz de Tejada (otro cosmopolita) lo épic o, Zuloaga lo racial y Sert lo decorativo, poco tenía que hacer Pruna cuyo talante resultaba inconformista. Peor era aún cuando estos pintores, ya muertos, fueron sustituidos por una generación sin médula. Pruna podía entonces relucir. Pero ni su inclusión en el dorsiano Salón de los Once de la Academia Breve de Crítica de Arte ni los elogios de los críticos podían salvarle. Su arte, cada vez se hacía más repetitivo y se salía del circulto de su tiempo. Cortado de su mundo de flácidas y sofisticadas figuras femeninas, de su medio internacional de salones, exposiciones y amistades parisinas, teniendo que hacer pinturasmurales para el monasterio de Montserrat y retratos mundanos de las esposas de opulentos fabricantes de paños, Pruna se iba convirtiendo en su propia sombra, en el ejemplo palmario de cómo un artista, al estar cortado del mundo que le alimentaba y estimulaba, moralmente acaba perdiendo su propia entidad.
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