Mis queridos viejos
Vuelve Jorge Guillén, me parece que el más viejo del veintisiete (y el más terne) y dice una cosa muy castellana:-Soy más español que el Cid.
Nos ha citado al Cid y a mí, en sus primeras declaraciones, y a los dos por castellanos. Josep Plá salió la otra noche por la tele, en A fondo, y fue, como siempre, ese viejo dandy cínico que posa de payés, ese infinito payés que posa de dandy. Genial. Va a cumplir los ochenta en seguida. Gerardo Diego los cumplió el año pasado y me decía en confianza, a propósito de los homenajes que se le hicieron:
-No entiendo todo este revuelo por sólo ochenta años.
Damaso Alonso es un viejo muy joven que se pasea por mi barrio, y a veces tengo la timidez y la osadía de interrumpirle el paseo, que es como interrumpirle a un mito su garbeo por la mitología.
Vicente Aleixandre, al que nunca podré imaginarme viejo, de tanta luz como hay siempre en sus ojos y en torno de él, me escribe, a veces, unas cartas expresivas con su hermosa letra de hacer versos. Y algunos otros. Los viejos, mis queridos viejos, estos viejos que son como humanos galeones de una España efectivamente grande que fue desguazada por la guerra.
-¿Y qué busca usted en los viejos?- me dice el quiosquero.
-Juventud.
Porque la juventud anda envejecida y sombría con su rencor por el pasado y su inquietud ante el futuro. La juventud va a su aire, claro, pero estos viejos que tienen el mal de la piedra, como la catedral de León, que ahora dicen, otra vez, que se cae, estos viejos son catedrales góticas y románicas de una España que se lograba en las primeras décadas del siglo. Viejas tortugas de oro, enormes y vivas, por encima de las cuales ha pasado la guerra, el exilio, la dictadura, la Historia. No hace mucho hablé aquí de la abuela de España. Los grandes abuelos de España son lo que nos queda en pie de una ruta del románico compuesta de hombres en lugar de monumentos.
Sin llegar a la gerontofilia de otros escritores de mi generación que nunca han sido jóvenes, yo he cultivado bastante la amistad de los grandes viejos, esa aristocracia única de los años, la barba de hierro colado de don Ramón Menéndez Pidal, que le decía a Julián Marías en su huerto de los olivos laicos.
-¿,Y en el cielo podré conocer al autor del Romancero?
Lo cual me recuerda otra frase de Plá:
-¿Y en el cielo no podremos salir nunca a tomar café?
Irónicos viejos que se sienten ya paredaños de la muerte y hacen broma de ella. Francisco de Cossío, uno de los pocos maestros en quienes intenté aprender a hacer artículos, me decía en su tertulia matinal de Chicote:
-A Shakespeare le sobra la hojarasca retórica.
A ver quién se atreve a decir eso sin quitarse la pipa de la boca, como lo decía él. He llevado al Rastro al retornado Zamacois, que miraba siempre los escaparates de la otra acera:
-Ah, Umbral, la fascinación de la acera de enfrente.
Es lo mismo de Ramón Gómez de la Serna, que envejeció en América:
-La otra orilla del río quiere estar en la orilla de acá.
He llevado a Corpus Barga a las cafeterías de Goya, cuando nadie le hacía caso y él tenía noventa años y un enfisema:
-Me siguen gustando las mujeres. Jamás dejan de gustar las mujeres, Umbral.
Luego le dieron el Premio de la Crítica. Los críticos españoles suelen esperar noventa años para descubrir a un autor. Jamás pecan de precipitados. Corpus me llevaba a ver la zahúrda donde hizo bohemia maudit con Rubén. Y así toda la hueste gloriosa de los viejos, andrajosa de años, como muros humanos de la patria mía, de una Patria que se hacía grande, sabia y honda con la juventud del siglo. Ellos han sobrevivido a la catástrofe. Casi todos son optimistas. Bien mirado, los viejos somos nosotros.
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